lunes, octubre 29, 2012

La masa


Doña Aída agregó cuarta taza de aceite y ese era el último ingrediente del pan que estaba preparando. Terminó de mezclar bien, amasó la pasta un poco y la dejó dentro del recipiente, cerca de la estufa del living, para que el calor la ayudara a leudar. “Mientras me voy a dormir una siestita. A ver si sale buena esta levadura nueva que me trajo Danielito”, pensó.
Aída tendría cerca de ochenta o noventa años, vivía sola en su apartamento, en un edificio viejo de tres pisos. El edificio no tenía ascensor pero sí una bellísima escalera de mármol con barandas de hierro. Por suerte su apartamento quedaba en el primer piso, porque cada vez le costaba más subir los escalones que lo separaban del nivel de calle.
De joven había sido una mujer rolliza, muy simpática y pizpireta. Hoy en día a pesar de su cabello casi ralo y su rostro surcado de profundas arrugas, seguía teniendo un físico robusto y mantenía esa picardía en los ojos. Esas dos características la hacían parecer mucho más joven de lo que era. Trabajó casi treinta años en la companía telefónica de operadora. Su tarea constaba en pinchar en un enorme tablero los cables para establecer las comunicaciones solicitadas por los usuarios.
Cuando se jubiló lo que más extrañaba de su trabajo era escuchar las conversaciones de los demás. Por lo tanto, aunque en aquel momento sus oídos funcionaban perfectamente, en cuanto vio el aviso en la tele salió corriendo a comprarse el “Whisper 2000”; dispositivo que permitía oír a través de cualquier pared todos los sonidos provenientes del otro lado: “¡Usted podrá oír hasta la caída de un alfiler!” En realidad, la compra resultó un fiasco porque los vecinos casi nunca estaban y cuando estaban hablaban de cosas muy aburridas, pero ahora en la vejez el aparato le había venido bárbaro para la vida cotidiana porque se había quedado sorda como una tapia.

***

Julia bajó a comprar la leche con su hermanita Ana, de cuatro años. Escuchó el fuerte ronroneo del motor de un auto deportivo que aminoraba la marcha, y con un acto reflejo se dio vuelta esperanzada, pensando que era su padre Marcelo. Hacía ya cinco meses que no volvía a casa. No era la primera vez que pasaba, aunque nunca por tanto tiempo. Las instrucciones habían sido claras: esperar y no avisar a nadie, mucho menos a la Policía. La muchacha no sabía en qué negocios andaba su padre, obviamente sospechaba que podía ser algo ilegal, pero prefería ni pensar en ello. Era un papá muy bueno y cariñoso, y como no tenían mamá con eso les bastaba. Su madre había muerto en un desafortunado accidente cerca de un año atrás. Julia llevaba todos los días a Anita a la guardería, era una breve caminata de dos cuadras. Después de dejarla se tomaba en la esquina el ómnibus para el liceo. Un día Julia se despertó con una fuerte jaqueca: la noche anterior había habido una tormenta tremenda y sumado a su malestar no había podido pegar un ojo en toda la velada. Todavía le retumbaban los truenos en las sienes. Llamó a su mamá para avisarle que no iba a poder ir al liceo, entonces ella se ofreció a pasar por casa para llevar a Anita a la escuela. Llegó un rato antes con una bandeja de lasagnas, que almorzaron juntas. Se despidió de Julia con un beso y un “Que te mejores, preciosa”, y se fue con Ana de la mano. A unos metros de la puerta de la escuela había un enorme plátano, una de sus ramas más gruesas se había quebrado con el temporal y se mantenía unida al tronco por una frágil astilla. Era primavera y estaban llegando las golondrinas. Cuando Ana y su mamá iban pasando por debajo, una bandada de estos pájaros cruzó el cielo y se posó en esa rama del árbol, la señora levantó la vista al escuchar su alegre bullicio pero lo único que vio fue la enorme rama cayendo, que ya sin tiempo de reaccionar la desnucó. La gente se acercó corriendo a ver qué había sucedido, mientras Ana continuaba agarradita de la mano de su mamá, con los cabellos rubios manchados con la sangre de aquella mujer, en estado de shock pero ilesa.
Desde ese día la pequeña no volvió a hablar, y Julia se sumió en la tristeza. Nunca se iba a perdonar que a causa de aquella maldita jaqueca hubiera muerto su madre en su lugar, por más que su padre le decía que eran cosas del destino y nada más.

Durante sus largas e intempestivas ausencias Marcelo ni siquiera podía llamar a las niñas por teléfono, pero se las arreglaba para enviar a su amigo de confianza: el tío Cacho, como ellas le llamaban. Cacho aparecía entonces a dejarles plata, alimentos y algún que otro regalo sorpresa, les preguntaba cómo iban las cosas y las ayudaba con los inconvenientes que surgieran. También las tranquilizaba contándoles que su padre estaba bien y que les mandaba muchos besos; aunque Julia sospechaba que muchas veces él tampoco tendría ni la más mínima idea de dónde estaba.
Marcelo provenía de una familia de alta sociedad, muy adinerada. Él y su hermano, unos años mayor, habían sido los típicos niños ricos y malcriados, cuyos padres cedían ante todos sus caprichos y con esa actitud no habían hecho otra cosa que echarlos a perder. Su hermano comenzó a tener problemas con el juego desde muy joven, los padres no supieron qué hacer para detenerlo. Terminó gastando toda la fortuna de la familia, y al poco tiempo los viejos murieron de angustia y vergüenza. Marcelo, si bien se había mantenido fuera del vicio de las apuestas, tenía a su vez sus amigotes, niños malcriados de buena familia como él, quienes lo llevaron a incursionar en negocios de dudosa legalidad. Aunque gracias a estos negocios había logrado salir de la bancarrota en poco tiempo, logrando comprar aquel apartamento y preocupándose siempre de que a sus hijas no les faltara nada. Uno de estos amigos era Cacho, que por su profesión de Contador, era además quien se encargaba de administrarle la plata y el resto de los bienes, y de disfrazarle los números cuando era necesario.
Pero la verdadera pasión del tío Cacho era la poesía. Como era un enamorado del Tango, se dedicaba a escribir poemas que -según él- algún día un cantor famoso de Tango musicalizaría. Cosa que parecía poco probable, porque el resto de los mortales consideraba que sus letras eran espantosas. La última vez que visitó a las niñas les había mostrado su nueva obra: “Dos por cuatro”, dedicada a una maestra de su infancia:
Dos por cuatro igual a ocho
y ocho por cinco, cuarenta.
Vos me enseñaste a sumar
a multiplicaaar
y a restaaar
También a dividiiir
y hacer la raíz cuadrada
y por tanto condicionada
estuvo mi vocación
Mi maestra más querida
nunca me diste bolilla
pero gracias a ti yo de grande
estudié pa’ contaaadooor

La cantó con rostro serio y tono de voz compungido, y cuando terminó -diciendo “Chan- chan” y todo- las niñas tenían la cara colorada de tanto aguantar la risa: “¡Hermosa, tío! ¡Si aquella maestra hoy te escuchara quedaría re copada!”.

***

Daniel llegó cansado del trabajo y lo primero que hizo fue zambullirse en la cama y quedarse un rato mirando el techo.  Pero no pudo permanecer allí más de diez minutos porque tenía mucho que hacer. Se puso a ordenar las compras del día anterior: todos los lunes hacía el surtido de la semana para él y para su madre Aída. Por la mañana, de camino al trabajo, había pasado por allá a dejarle a la anciana su bolsa. Siempre se quedaba un rato conversando con ella pero ese día iba retrasado.
Encima de la mesada de su casa había quedado la otra bolsa del super con las compras propias, y una tercera con materiales que se había traído del trabajo. Daniel era ingeniero químico y trabajaba en la sección de control de calidad de una gran fábrica de alimentos chacinados. La gerencia de la fábrica le había encomendado el proyecto de desarrollo de “El pancho más grande del mundo”. Él estaba muy entusiasmado con esa misión: le daba la oportunidad de investigar y realizar experimentos, en lugar de los aburridos y rutinarios test de calidad que tenía que cumplir a diario. Pero por otra parte, era un desafío importante porque si algo salía mal el escarnio sería público: se esperaba a la prensa de todo el mundo y se rumoreaba que incluso hasta el propio Sr. Richard Guinness podía llegar a aparecer.
Faltaban solamente dos días para la gran fecha y estaba comenzando a preocuparse. El tamaño del pancho tenía que ser mayor a 203.80 metros, el récord actual. La elaboración de la salchicha había sido relativamente fácil, se utilizó carne precocida. Después de algunos ensayos, se había logrado que su  consistencia fuera lo suficientemente flexible como para poder calentarla colocándola en forma de espiral en uno de los tanques australianos de la fábrica. Este tanque ya se había limpiado y acondicionado y  el agua hirviendo se llevaría desde una de las calderas a través de un plastiducto que instalaron en forma provisoria. La complicación era el pan: no había un horno de tamaño suficiente para cocinarlo, y tampoco había plata ni tiempo para construir uno especial. Entonces se le ocurrió inventar una levadura de ultracrecimiento, que minimizara la cantidad de harina en la masa del pan, para obtener una masa tan esponjosa y porosa, de modo que una vez llegado a ese punto máximo de leudado, para cocerla fuese suficiente exponerla por unos minutos al calor del aire y del sol.

Y en eso estuvo toda la tarde del lunes, haciendo pruebas con la levadura que se había traído de la fábrica, ya que si bien había logrado un crecimiento trescientas veces mayor al de la levadura común, aún no era suficiente para que la masa se autococinara. Cuando se dio cuenta de la hora, volvió a colocar todo en la bolsa y se fue a hacer las compras. Ese día en el trabajo no pudo avanzar nada más, porque cayó de sorpresa un control de Bromatología y tuvo que atenderlos. Así que luego de guardar las compras en la despensa tomó la bolsa para continuar los experimentos, cuando de pronto se dio cuenta que el contenido de aquella bolsa eran las compras de su madre. ¡Le había llevado la bolsa incorrecta!
Salió corriendo hacia la casa de la vieja. Cuando llegó a la puerta del edificio se percató de que con el apuro no había traído su llave. Le tocó timbre, pero Aída seguía dormida como piedra por la pastilla de Lexotán que siempre tomaba para la siesta. Tocó entonces el timbre del apartamento de arriba. Lo atendió Julia, que lo reconoció enseguida y le dijo que bajaría a abrirle en un momento. Daniel se quedó aguardando junto a la puerta y en unos minutos apareció Marcelo, que venía llegando de regreso.
-¿Cómo andás, che? ¡Tanto tiempo! ¿Venís a visitar a la viejita?
-¿Bien y vos? Acá estoy, salí apurado y me olvidé de la llave... Recién toqué timbre en tu casa,  Julia viene en camino.
-Se va a sorprender cuando me vea, no sabe nada – dijo Marcelo mientras abría la puerta, contento -Pasá nomás.
-Después de vos.
Las niñas venían bajando la escalera pero al llegar al primer piso, las detuvo un engrudo que avanzaba por debajo de la puerta de Aída y estaba a punto de chorrear por el borde del descanso de la escalera. Desde allí se divisaba el vestíbulo y vieron a su papá, quien seguido por Daniel, estaba ingresando en ese momento al edificio.
-¡Papá, volviste! –gritó Ana, loca de alegría.
-¡Papá!– gritó Julia a su vez y volviéndose sorprendida hacia su hermana - ¿Ana?
-¡Demasiado tarde! ¡Mamá! –gritó al mismo tiempo Daniel, al ver la masa gigante. Tratando de hacerse paso para subir la escalera empujó sin querer a Marcelo, que quedó justo debajo del incipiente derrame.
-¡Papá, cuidado! –gritaron al únisono Julia y Ana.
Pero Marcelo no pudo esquivar el chorrete de masa, que le cayó encima de lleno, bañándolo de pies a cabeza. Julia lloraba y reía al mismo tiempo. No sabía qué la ponía más contenta: que Anita hubiera recuperado el habla o que su padre estuviera de vuelta en casa. O simplemente lo gracioso de la escena: su papá convertido en un muñeco de engrudo y todo el mundo gritando al mismo tiempo. Se dieron los tres un fuerte abrazo, sin preocuparse por el pegote, que estaba empezando a endurecerse.
-¡Bingo! ¡Mamá encontró el ingrediente que faltaba para que la masa se cocine sola! ¡Ídola!
Mientras tanto, Aída todavía medio dormida, sin sus lentes, abría la puerta de su apartamento y les gritaba furiosa:
-¡Qué es todo este bochinche, no le dejan a una dormir la siesta tranquila! ¡Qué barbaridad!


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Kostya Prozorovsky "Simple schemes; bread"


Nuevo cuento


Escribí un cuento  nuevo y lo incluí dentro de mi preselección para el libro del taller de este año. Lo venía aguantando por si quedaba, porque me pareció divertido que nadie lo leyera hasta que el libro estuviera impreso. Como al final elegí otros cuentos, ya no tengo que esperar más para publicarlo acá.

Consigna: elegir cinco números para jugar un 5 de oro. Luego el profe nos pasó una lista indicando el personaje que correspondía a cada número, y debimos armar una historia con esos cinco personajes. 
Los que me tocaron a mí:
5. Una niña rubia que no habla
13. Una adolescente triste y víctima
15. Una oficinista gorda y medio pelada
21. Un niño rico y malcriado
33. Un contador poeta 

En el siguiente post va el cuento. 

¡Ah! Y obviamente con los compañeros de taller jugamos a todos los 5 de oro que se armaron, pero no sacamos nada.

viernes, octubre 12, 2012

El verbo

Revisando el cuaderno de mi hija, leo:

Escribir oración con sustantivo, adjetivo y verbo.

"El pizarrón es negro y baila".

Maestra: ¿Los pizarrones bailan? Utiliza otro verbo.

Hija: "El pizarrón es loco y no sabe bailar".


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miércoles, octubre 10, 2012

Shift

Me bañé temprano y me puse el pijama, obviamente sin soutien debajo, y me senté en el sillón del living.
Se acerca Fede (3 años), y me pregunta:
- Mami, ¿estas son tus tetas?
- Sí, claro.
- ¡Pero tienen que estar así! - dice tomando una con cada mano y levantándolas hacia arriba, muerta de risa.
El cuento de la entrada anterior me quedó bastante largo, bastante cursi para mi gusto y medio paloma. Le cambié el final varias veces y dudé en publicarlo. Como si el blog lo leyera alguien más además de mí y los 8 de estadio uno
Pero después me di cuenta que así soy yo: vueltera, cursi (aunque no soporte lo cursi) y paloma. Una pelotuda importante.

PD: me gustó la idea que propuso CHolo para el libro que va a publicar este año, de asociar los cuentos que escribamos a un cuadro, ya sea que el cuadro oficiara de inspirador del cuento o viceversa. Como el cuento ya lo tenía medio escrito busqué imágenes que para mí lo identificaran, y encontré esa acuarela que puse al final del texto.

martes, octubre 09, 2012

Postales


Francesca se detuvo en el lobby del edificio a revisar su  buzón: “Otra de esas postales misteriosas”. Era la quinta que le llegaba, la primera dieciséis días atrás. Iban dirigidas a Gabriela y provenían de distintas ciudades del este europeo: Berlín, Frankfurt, Praga, Viena y Budapest. En todas ellas como remitente figuraba el nombre “Juan” a secas, y los datos de un hotel de esa ciudad. El resto de las palabras de la postal correspondían a lo que parecía ser una misma frase, escrita en el idioma nativo de cada ciudad. Las fechas estampadas por sello estaban bastante borroneadas y no lograban distinguirse con exactitud. De todos modos por la frecuencia con que llegaban, Francesca calculaba que Juan pasaba dos o tres días en cada ciudad. Por lo cual no se molestó en responder las postales para aclararle que Gabriela no vivía más allí, que le había dejado el apartamento a ella, su sobrina, pues seguramente para cuando la respuesta llegara a destino Juan ya habría cambiado nuevamente de ciudad.
Por otra parte, un poco por falta de oportunidad, pero otro mucho por una curiosidad incontenible, todavía no había llamado a la tía Gabriela para avisarle de las postales. Gabriela se había jubilado hace unos años, muy joven aún, ya que su labor como técnico en radiografía estaba catalogada como insalubre. No tenía pareja ni hijos, y después de jubilarse se iba cada vez más seguido a pasar unos días a su casa en el balneario, hasta que se convenció que no tenía obligaciones que la ataran a la capital, y se quedó a vivir allá. Fue entonces que le ofreció a Francesca si quería irse a vivir a su apartamento, ahora vacío. A lo cual ella accedió encantada, porque zafar del quilombo de su casa paterna le venía bárbaro para concentrarse a estudiar a full y terminar la carrera.
Le llamaba poderosamente la atención este personaje de las postales. La tía, que ella supiera, nunca había tenido novio. Mucho menos este novio tan interesante que viajaba, sabía varios idiomas -o sabía usar Google Translate, bah-, pero a la vez bastante chapado a la antigua como para seguir utilizando ese método de comunicación tan arcaico como la postal, en la era de los celulares, Internet y el correo eléctronico. “Bueno, Gabriela es igual, apenas si usa el teléfono fijo: no tiene celular ni computadora, por elección -o terquedad- propia, nunca quiso saber de nada con las nuevas tecnologías. O sea, que probablemente no sea casualidad que Juan haya elegido esta forma de contacto”.
Francesca aún no había podido dedicar tiempo a traducir la frase de las postales, corriendo del trabajo a la facultad y estudiando el resto del tiempo para los exámenes de fin de semestre. “Hasta para eso complica la correspondencia física. Si este tipo en vez de postales mandara e-mails, en un minuto ya podría haber averiguado qué decían”.

El domingo era el cumpleaños de su padre y planeaban festejarlo con un asado al mediodía. La tía seguramente iba a venir ya que se trataba de su hermano favorito. Dudaba si contarle sobre lo de las postales o seguir adelante un poco más para averiguar más detalles, la curiosidad la carcomía. En los dos días que quedaban hasta la fecha se le ocurrió una idea de cómo hablar sobre el tema pero sin revelarle demasiado, y de ese modo tantear la reacción de ella.

Cuando Francesca llegó al cumpleaños, Gabriela ya estaba allí y después de saludar a todos se sentó a su lado en la mesa. La encontró, como siempre, muy alegre y animada. Después de la clásica charla de reencuentro, Francesca dirigió la conversación hacia el tema que le interesaba:
-Sabés que tengo ganas de hacer un viaje por Europa el año que viene, después que me reciba. Un amigo que ahora está viajando, me mandó fotos de Berlín, Frankfurt, Praga, Viena y Budapest. ¡No tenía idea de que existían ciudades tan hermosas! – planteó Francesca.
-Ay sí, ¡me vas a decir a mí! Hace unos treinta años me fui de vacaciones a Europa del Este y visité todas esas ciudades – puso cara de hacer memoria, y enumeró – Desde aquí de Montevideo viajamos hasta Berlín, con escala en Madrid, y después de ahí hacia las demás ciudades. Ahora que decís, qué casualidad, las visité en el mismo orden en que las nombraste: pasábamos dos o tres días en cada una y luego seguíamos hacia la otra. Todo muy espontáneo, lo íbamos decidiendo sobre la marcha, no teníamos nada pre contratado.
-¿Fuimos? ¿Teníamos? ¿Con quién hiciste ese viaje? – preguntó la sobrina con picardía.
Gabriela con el rostro un poco ensombrecido le respondió:
-Nunca le conté a nadie, todos pensaron que había ido sola. Fui con Juan, un amigo – sonrió con picardía.- Un día se me apareció con los pasajes, hacía apenas cuatro meses que salíamos juntos. Él era así, impulsivo, alegre, divertido. Yo accedí encantada, y como todavía nadie sabía que estábamos saliendo, a ustedes les dije que me mandaban del trabajo a un congreso, y en el trabajo dije que me iba a visitar a un pariente. Pero no terminó bien el viaje… Después de Budapest volvimos a Madrid, donde íbamos a pasar otro par de días antes de terminar las vacaciones en una isla mediterránea. Esa mañana Juan bajó a desayunar al comedor del hotel, y yo me quedé un rato más en la habitación pensando alcanzarlo más tarde, ya que no me sentía del todo bien. Fue entonces que llaman de recepción: “Le paso una llamada para el señor Juan, de parte de su hijo, dice que estaban hablando y se le cortó la comunicación”. Y ahí se me vino el mundo a los pies. Ese dato me disparó como un flashback de película de suspenso, varios momentos en que lo había pescado hablando por teléfono y cuando me veía llegar se apuraba a cortar. Cuando le preguntaba siempre me decía que era por asuntos de trabajo, y cambiaba de tema con facilidad haciéndome mimos. “Debí imaginarme que tenía esposa e hijos, y que me trajo acá sólo para poder estar tranquilamente juntos, de escapados, que asco”, pensé, y sin valor para enfrentarlo, agarré las maletas y me fui al aeropuerto a tomarme el primer avión que saliera para Montevideo. Le dejé una carta: “Me enteré de todo. No tengo fuerzas para encarar tu situación. Fue todo muy lindo pero se terminó, por favor no me busques”. Fue así que nunca más lo vi. Después supe por un conocido que se quedó a vivir allá en Europa, que no volvió más a Montevideo.

La historia dejó a Francesca sin palabras. No se había imaginado que era algo tan grosso. De nuevo vaciló si hablarle sobre las postales o no, pero decidió reservarse el secreto un poco más. Por lo que le había contado recién Gabriela de cómo habían quedado las cosas, era muy probable que no quisiera escuchar hablar del tal Juan así nomás.
Siguieron entonces en el cumpleaños hablando de otras cosas y cuando terminó, la tía se despidió de ella diciéndole:
-Me había olvidado de lo lindo que había pasado en aquel viaje. Gracias por recordármelo, y si precisás plata para irte vos allá de paseo, contá conmigo. Es una experiencia única – y se dieron un fuerte abrazo.

Cuando Francesca llegó a su casa le estaba esperando una nueva carta en el buzón.

***

Al entrar al edificio Jimbo saltó y la recibió a lengüetazos. Atrás venía Nico, su dueño, que vivía en planta baja y lo sacaba a pasear todos los días. Francesca adoraba a aquel perro labrador torpe, cariñoso y juguetón. Y para qué negarlo, Nico también le parecía muy lindo y simpático. “Demasiado como para que se fije en una chica simple como yo”. Se saludaron y ella siguió rumbo al ascensor, con la distracción del encuentro no tuvo en cuenta revisar el buzón.
Ya en el apartamento se preparó una sopa instantánea Maruchán para cenar. Colocó las postales sobre la mesa y se dedicó a observarlas mientras tomaba la sopa. Cinco postales, tres idiomas, ¿una misma frase? Sin poder contener la curiosidad un minuto más encendió la computadora y transcribió en la ventana del traductor las frases, comenzando por la escrita en alemán, idioma que le pareció un poco menos críptico. Luego repitió el procedimiento para la húngara. En ambos casos, luego de acomodar el español de Tarzán de la Selva que devolvió el programa, comprobó el resultado: “Nunca es tarde para volver a empezar.”  Después de chequear los mails apagó la máquina, se lavó los dientes y se acostó a dormir con una sonrisa en los labios, muy emocionada.
Al otro día, lunes, estuvo todo el día sin salir de casa. En el trabajo había pedido el día libre por estudio ya que el martes tenía un examen “…de Economía Política, un embole”. El edificio en forma de U tenía diez pisos, tres apartamentos por piso, y un patio interno formado por las paredes de la U y un muro al fondo. El que ella habitaba era el 501, de dos dormitorios. El dormitorio de Gabriela permanecía igual que cuando ella vivía allí, ya que todavía lo usaba cuando venía de vez en cuando por la ciudad. En el ropero había dejado algo de ropa y zapatos que usaba en esas visitas. También había dejado algunas cajas, libros y otros objetos de poco uso que le dio pereza mudar. Francesca por su parte se quedó con el otro dormitorio, que era igual de acogedor aunque un poco más pequeño.
Pero el problema de su dormitorio era que la ventana daba a los apartamentos de enfrente y no había forma de cerrar las cortinas sin impedir el paso de la luz. Esa tarde al viejo del 402 se le había dado pasearse en calzoncillos por todo el apartamento. Pobre viejo, le daba pena, tenía como ochenta y pico de años y estaba bastante chiflado. De joven había sido cantante de ópera y dos por tres se ponía a cantar alguna. Andaba siempre con un cigarrillo apagado en la boca, que a medida que se ablandaba con la saliva le iba colgando de los labios hasta quedar flácido como un piolín; ahí entonces lo sustituía por uno nuevo. Un día el portero le contó a Francesca que el médico le había prohibido fumar porque tenía cáncer de pulmón, y desde entonces el viejo hacía aquella pantomima tratando de calmar su ansiedad. 
Para no distraerse con el espectáculo viejo-calzoncillo-cigarro-piolín, Francesca se fue a estudiar al cuarto de Gaby. No había terminado de sentarse en la cama a leer el material cuando de nuevo se distrajo, esta vez con una caja que estaba encima del ropero. La caja estaba forrada con una imagen que le resultó familiar: ¡era idéntica a la de la postal de Praga!  Corrió a agarrarla, tal era su ansiedad que no pudo permitirse ir a buscar una silla para llegar cómodamente, así que dio un salto para pescarla por una de sus esquinas. Naturalmente con el brusco tirón la caja terminó cayéndole encima de la cabeza, y todo su contenido fue a parar estrepitosamente al suelo. Eran varias fotos y postales sueltas y también una libretita azul. Francesca se puso a juntar aquel desparramo, deteniéndose a observar las fotos. En casi todas las fotos aparecía -con un lindo edificio, monumento o paisaje de fondo- una Gabriela muy joven, usando un ancho sombrero de señora y lentes de sol. “Nunca me había fijado realmente cuánto nos parecemos físicamente, la abuela nos lo dice todo el tiempo".  En varias de las demás fotos aparecía también un hombre, muy atractivo y de más o menos la misma edad. ¡Ese debía ser Juan! Francesca lo confirmó al hojear luego la libreta: "Viaje a Europa. Septiembre de mil novecientos ochenta y tres". Era una bitácora donde Gaby contaba anécdotas de aquel viaje y confirmaba que el personaje de las fotos era realmente Juan. ¡Pero no, basta! No podía entretenerse más, ¡tenía que estudiar para el examen de mañana! Así que guardó tan rápido como pudo aquellos objetos de nuevo en la caja, y se hundió en el denso tomo de Macroeconomía, uno de los temas principales del examen.
A la mañana siguiente cuando iba saliendo de casa una factura que asomaba en la ranura de su buzón le obligó a abrirlo, encontrando a su vez con alegría, la nueva carta de Juan. La colocó dentro de la mochila para verla cuando finalizara la prueba.
Cuando Francesca salió de la facultad el día estaba hermoso, le había ido bastante bien en el examen y por unos días estaba libre. El cálido sol primaveral la tentó a sentarse a almorzar en el pasto frente a la rambla. Cuando abrió la mochila para sacar el sandwiche vio el sobre y lo abrió. Era una carta, estaba escrita en español y venía desde Buenos Aires: "Querida Gabriela: espero te hayan gustado las postales que te envié. Me gustaría ponerme en contacto contigo, que charlemos un poco, sin resentimientos pero también sin pretensiones. Te paso mi correo electrónico para que podamos escribirnos: juanrodriguez@hotmail.com". Cuando Francesca llegó a casa sin pensarlo dos veces creó una cuenta de correo con el nombre de Gabriela: gabfern54@gmail.com, y le escribió a Juan haciéndose pasar por ella. Pero no había terminado de apretar el botón “enviar” cuando se dio cuenta de lo mal que había actuado, se sintió la peor de todas. Una cosa era haber leído las postales, que venían sin sobre ni nada, y otra muy distinta abrir una carta a nombre de otra persona y aún peor hacerse pasar por ella en un mail. Eso era hasta ilegal, había llegado muy lejos. Pero por otra parte sabía que si ahora le contaba sobre Juan a la tía, iba a quedar todo en la nada y le daba mucha pena desaprovechar esta oportunidad de que los dos se reencontraran. Así que decidió seguir adelante hasta detectar el momento oportuno para ayudarlos a concretar ese reencuentro.
Francesca y Juan Intercambiaron varios mails. Hablaban de cualquier cosa pero no tocaban nunca el tema del supuesto pasado en común. Se divertían mucho con aquellas conversaciones, contándose anécdotas, bromas, comentando alguna película o libro. Francesca pronto se olvidó de que aquella persona había sido pareja de su tía, de la diferencia de edad (que asombrosamente no se notaba), y de que no se conocían personalmente. Todos los días esperaba ansiosa el momento de recibir sus mensajes, y aunque le costaba asumirlo, se estaba empezando a enamorar de él. Hasta que un día recibió el texto tan temido como inevitable: "La semana que viene voy a estar por Montevideo, tenemos que arreglar para vernos". “Bueno -pensó Francesca- es una buena oportunidad para cortar con este juego y contarle toda la verdad. Tengo que hacer a un lado mi propia confusión, convencerlo que vaya a ver a la tía y le pida perdón, porque es una lástima que hayan terminado peleados. ¡Son los dos tan buena gente!
Acordaron encontrarse el martes en el café "Azuquita" de la Peatonal Sarandí, en la mesa 3 que Francesca previamente había reservado. Antes de salir volvió a mirar la foto de la caja de arriba del ropero. La cita era a las seis de la tarde, ella llegó unos minutos antes y para matar la ansiedad se puso a hacer barquitos con las servilletas. Cuando alguien preguntó con tono extrañado “¿Gabriela?” levantó la vista y el corazón le dio un vuelco: ¡Juan! Lo abrazó y tardó unos segundos en caer en la cuenta de que era exactamente Juan-el-de-la-foto. Es decir, un hombre que aparentaba alrededor de treinta años, en lugar de los cincuenta y pico o sesenta que debería tener Juan ahora...
- Creo que tenemos muchas cosas para explicarnos, ¿no? - dijo Juan - ¿Empezás vos o empiezo yo?
- Yo no soy Gabriela… Soy Francesca, la sobrina… Todo el tiempo estuviste hablando conmigo - confesó bajando la vista avergonzada.
- Bueno... Yo sí soy Juan Rodríguez, pero el Juan que conoció Gabriela era mi padre, no yo. Hace cuatro años que vivo en Buenos Aires. Volví a Italia a ver a mi padre el invierno pasado, cuando lo operaron del corazón. Fue una operación delicada, pero salió bastante bien. En los días posteriores que pasamos juntos, mientras él terminaba de recuperarse, logramos conectarnos como nunca antes: hablamos de la vida, del amor, de las mujeres, de la muerte… Cuando le pregunté por qué nunca se había vuelto a casar después de divorciarse de mamá, me contó que sí había estado muy enamorado de alguien. Me habló entonces de Gabriela, del viaje que hicieron juntos a Europa y de su abrupto final. Me mostró una carta que le había escrito años después para intentar un acercamiento, la tenía guardada en el cajón del escritorio porque nunca se atrevió a enviarla. Estuvo tan a punto de hacerlo, que la carta estaba adentro de un sobre con su nombre y dirección. La forma en que se le quebraba la voz de emoción cuando hablaba de Gabriela dejaba entrever que aún la quería muchísimo. Entonces cuando estaba por volverme a Buenos Aires, siguiendo un impulso tomé la carta del cajón y me la traje – la saca del morral y la coloca encima de la mesa –. Pasados unos días recibí mail de un amigo que estaba haciendo un viaje por Europa y casualmente iba a visitar las mismas ciudades que Gabriela y papá. Entonces se me ocurrió la idea de las postales, le pasé la dirección de Gabriela a mi amigo y le pedí que las enviara con esa frase. A mi amigo le pareció divertido “¡Qué forma rebuscada para levantarte una mina!”, yo me reí y no le di explicaciones. El resto ya lo conocés...
- ¡Increíble! Así que estábamos los dos más o menos en la misma… Bueno, me podés dar la carta a mí para que se la lleve. Esta vez no la voy a abrir por ella – rieron.

Se quedaron charlando los dos en el café por varias horas, sintiendo que se conocían de toda la vida. Tenían muchas cosas en común. Pagaron la cuenta a medias y Francesca lo acompañó caminando hasta el puerto, donde Juan Pedro se tomaría el Buquebus de regreso.
-Me voy raro, confundido –le dijo Juan Pedro. – ¿Sabés? Hay algo de lo que no te hablé… En realidad y aunque las cosas no marchan muy bien últimamente, tengo pareja. Cuando me vine (bah, me fui), a vivir a Buenos Aires fue para estar con él. Yo había tenido novias mujeres pero con ninguna sentí lo que sentía por Pablo. Me costó muchos años “salir del placard”… Prejuicios… Miedo al rechazo… Yo que sé. Pero finalmente mi familia lo tomó re bien, y realmente para mí fue un alivio – continuó. – Pero ahora estoy confundido de nuevo, creo que siento cosas por vos. Creí que era heterosexual, luego creí que era gay, y ahora ya no sé que creer. Y vos debés estar queriendo salir corriendo despavorida al escucharme contarte todo esto.
Francesca lo abrazó fuertemente sin decir nada y él acompañó. Con la cabeza apoyada en su hombro continuaron el abrazo y los rostros comenzaron a deslizarse lentamente sobre las mejillas hasta darse un beso.
-Yo creo que es así: cuando nos enamoramos de alguien no tiene que importarnos su edad, ni su raza o religión, ¿porqué habría de importarnos el sexo al que pertenece? Yo nunca tuve una relación homosexual, pero no lo descarto, porque cuando yo me enamoro, me enamoro de la persona, no del envase que la contiene. – manifestó Francesca. –Pero también es cierto que vos tenés que aclarar tu confusión actual. Cortar con cualquier relación es difícil, y más si hay años de historia, convivencia y todo eso.
-Además, si termino con Pablo mi vida en Buenos Aires ya no tiene sentido. Trabajamos juntos en una empresa de Diseño Gráfico que él fundó antes que yo lo conociera – confesó Juan.

Por los altoparlantes llamaron a los pasajeros a abordar el barco y se despidieron con otro beso.
-Y no te olvides de contarme cómo te fue con la carta… – gritó Juan Pedro, antes de desaparecer tras la puerta de embarque.

***

Cuando Francesca llegó a casa llamó a Gabriela:
-¿Tenés planes para este fin de semana? ¿Qué te parece si voy para allá a verte, aprovechando los días lindos y que ya no tengo que estudiar?
-¡Buenísimo! Te espero.
Tenía que contarle todo aquel embrollo a Gaby y no sabía por donde empezar. Así que siguiendo la ansiedad y arrojo que la caracterizaban, la noche que llegó  apenas se sentaron a la mesa a cenar, le zampó la carta de un sopetón:
-Leela y después te explico, por favor no me mates.

Gabriela miró extrañada a su sobrina mientras rompía el sobre y sacaba la carta, escrita con birome en un papel amarillento:
"Querida Gabriela: creí que nunca te iba a perdonar por haberme abandonado al saber que tenía un hijo. Él tenía seis años y vivía con su madre, mi ex esposa Juliana, en Verona. Como hasta ese momento no te había contado nada sobre ellos dos, decidí que lo mejor era que viajaras conmigo a Europa y conocieras a Juan Pedro allá. Mientras estuvimos juntos allí hablé varias veces con él por teléfono, estaba muy preocupado porque su madre se encontraba muy enferma. El día que te fuiste me avisaron que había muerto. Yo tenía claro que cuando eso sucediera él se vendría a vivir conmigo, lo que no tenía tan claro era cómo ibas a reaccionar vos. Mal… Pero nunca pensé que tanto, me desilusionaste muchísimo con aquella carta. Quise salir corriendo atrás tuyo solamente para decirte cuanto te odiaba por abandonarme así. Pero no podía dejar solo a mi hijo en aquella situación.
Años después pude perdonarte, poniéndome en tu lugar. Después de todo hacía tan sólo unos meses que nos conocíamos y vos eras demasiado joven como para hacerte cargo de un niño que ni siquiera era tuyo. Mi idea era quedarme unos días con Juan Pedro en Verona, y luego traérmelo para Montevideo a vivir conmigo. Pero nos fuimos quedando, al principio para no hacerlo sufrir, ya que perder su madre era demasiado como para además tener que cambiar de país, de idioma, de escuela, de amigos, todo junto. Además allá él también tenía a sus abuelos maternos, en cambio yo (como vos sabés), en Montevideo no tenía a nadie, ni familia, ni amigos demasiado cercanos. Sólo te tenía a vos, que acababas de abandonarme.
Verona era un lugar hermoso, con mis ex suegros me llevaba bien y me ofrecieron quedarme con la Posada de Juliana hasta que Juan Pedro fuera mayor de edad. Entonces no lo pensé dos veces y me quede a vivir allá.
Aún hoy, años después, sigo pensando en vos y por eso te escribí esta carta, que no se si algún día me atreveré a enviarte".

El papel se llenó de gruesas gotas desdibujando la tinta. Las dos mujeres se miraron y apretaron fuertemente sus manos. Gabriela con la voz entrecortada le dijo:
-¡Chiquita!... No me gusta mirar atrás y cuestionar mis decisiones, lo hecho, hecho está…. Pero quiero dejarte esta enseñanza de vida que he aprendido, aunque lamentablemente ya de grande: Hay que pelear por todo lo que uno realmente quiere en esta vida. No dejar que el orgullo o la timidez te cohíban. Podés lograr todo lo que quieras, siempre y cuando te lo propongas con firmeza y no bajes los brazos nunca. 

***

Francesca volvió el domingo al anochecer y se cruzó nuevamente con Nico y Jimbo en el lobby.
-¡Hola! ¿Sabés que justo me estaba acordando de vos? Tengo la película Pulp Fiction para ver, un clásico, y como sé que a vos te encantan las de Tarantino quería invitarte hoy a casa a verla. Podemos pedirnos unas pizzas y cerveza...
-Me encantaría pero hoy justo no puedo, ya tengo planes – contestó Francesca, sin disimular que la invitación la tomó por sorpresa y que se sentía muy halagada.
Los planes que tenía habían surgido en ese momento. La sugerencia de Nico le hizo tomar coraje, al sentirse atractiva. Tomó el teléfono y discó el número de celular que Juan Pablo le había pasado cuando se vieron. Iba a seguir el consejo de Gabriela y pelear por lo que ella más quería en este momento de su vida.



 "Prague City of hundres spiers" by Yuriy Shevchuk