martes, agosto 20, 2013

Desovillando el ovillo sin fin

Corría el año 1815

Yo estaba sentada en una poltrona tejiendo, con los ovillos apoyados en el regazo, sobre mi vestido rosado de raso y miriñaque. Me dolía mucho la espalda y tenía las manos casi agarrotadas por el movimiento mecánico y repetitivo de las agujas.

De pronto uno de los ovillos resbaló y cayó al piso. Misha, el gato, lo atrapó de un salto y se lo llevó rodando por el damero de mármol del piso. Tomándome de sorpresa, las agujas se deslizaron de mis manos jaladas por el movimiento del ovillo y cayeron con estrépito.

Me levanté de la silla como impulsada por un resorte y corrí en su persecución. Misha bajó corriendo las escaleras y yo detrás, esquivando los trazos de lana cuyas agujas de las puntas rebotaban en los escalones irguiéndose como peligrosos floretes de esgrima. Pude atrapar una al vuelo, pero la lana se zafó y me quedé con la aguja en la mano, como pasmada.

La escalera parecía interminable, el gato seguía bajando los escalones saltando de uno a otro en zigzag, sin dejar de abarajar el ovillo entre sus patas, como haciendo malabares. Por fin llegó al rellano y me quedó esperando allí. Me miraba de frente con su rostro travieso mientras se lamía una pata. Recuperé el ovillo y me senté en el piso junto al gato, muerta de risa, acariciándolo.

El dolor de mi espalda y mis manos había desaparecido.