El Lobo golpeó la puerta y como nadie contestó, abrió la puerta y entró. Fue directo al dormitorio, para verificar si la Abuelita en realidad estaba allí durmiendo y no había oído. Pero no, no estaba.
Escuchó llegar a alguien y corrió a esconderse dentro del ropero. Pero grande fue su asombro al encontrar varias personas allí dentro. A la primera que vio fue a Caperucita.
_¡Shh! Estoy aquí escondida porque estamos jugando al cuarto oscuro con mi primo Capuchón Azul. Si no me encuentra en los próximos dos minutos va a perder porque se le acaba el tiempo – y dicho esto acurrucó silenciosamente en el rincón más apartado del ropero.
El lobo se quedó pensando que cuando entró no había visto ningún otro niño en el cuarto, que era de día y las persianas estaban levantadas, así que de oscuro no tenía nada. Pero no dijo palabra.
Cuando miró hacia su izquierda, vio que estaba también en el ropero el Leñador, sentado en el piso con los brazos cruzados sobre las rodillas y cara de mucha preocupación. Y un poco más lejos otro niño, que vestía una campera azul y llevaba la capucha puesta “¡Éste debe ser el primo de Caperucita!”, pensó.
Y de pronto desde el fondo del ropero se oye una voz de viejecita:
_¿Dónde está mi tapado de piel? Lo necesito para ir a jugar al Casino… ¡Ah, aquí está! – dice al mismo tiempo que le da un tremendo pellizcón al Lobo.
El Lobo aulló de dolor “¡Auuu!”, llamando la atención del resto de los integrantes del ropero, que hasta ese momento no sabían de su coexistencia en el pequeño recinto.
_Capuchón, ¿qué hacés acá escondido? Me tocaba esconderme a mí, vos me tenías que buscar, ¡boludo!
_Pa, con razón no me encontrabas más, yo ya me estaba aburriendo acá quietito…
El único que continuaba callado y sólo se escuchaba sollozar rítmicamente, era el Leñador.
_¿Qué le pasa, m’hijito querido? – le dice la Abuelita (que en realidad era su madre).
_Es que quiero salir de este ropero pero no me animo.
Se hizo un silencio, y al Lobo, que sabía mucho de sicología y de la vida en general, se le ocurrió una idea. Y eligió uno de los vestidos más coquetos de la Abuela, de esos que ya no usaba hace años pero seguía guardando por nostalgia. Le ayudó a ponérselo y él accedió feliz. También le colocó un sombrero con plumas y unas sandalias con tacos, que le quedaban medio talón más chicas pero no importaba, eran preciosas.
Se quedaron los cinco en el ropero charlando y contando historias de miedo. El Lobo alumbró su cara desde abajo con una linterna que sostenía entre las piernas, puso sus dedos índice y pulgar en los párpados y los meñiques en la comisura de los labios, estirando al mismo tiempo los ojos y la boca, como haciendo una mueca de monstruo.
_Pero Lobo… ¡Qué ojos y boca tan grande tienes! – le dijo Caperucita en tono burlón y todos rieron. El Lobo también rió, pero el aire ya viciado del ropero y los cuentos de miedo le habían provocado tanta excitación que su risa se transformó en un salvaje rugido:
_¡Tengo hambre! – y esta vez sí que todos se asustaron, porque se le transformó la cara de verdad. Tenía los ojos inyectados en sangre, la lengua afuera y la boca abierta dejando ver sus afilados colmillos, de entre los cuales colgaba un hilo de baba. Todos menos Caperucita, que le ofreció un bizcocho de su canastita:
_Tomá, están riquísimos, los hizo mi mamá. Tengo la canasta llena, pero mejor salgamos y los comemos en la mesa del comedor, hace calor acá adentro.
El Lobo accedió encantado y salieron todos juntos del ropero. Incluído el Leñador, ya aliviada la cara de angustia, y a sus anchas con su vestido y zapatos nuevos. Como si los hubiera usado toda la vida.