jueves, diciembre 27, 2012

Esos locos escritores

Mi amigo E. es un crá de esos cráses que por ejemplo, te comentan o recomiendan un buen libro, o te dan para adelante cuando les contás, tímidamente, que tenés ganas de anotarte a un taller de escritura.
El otro día, después de la presentación del libro, me dijo medio en broma medio en serio que las tres personas que él conocía que habían participado de ese libro, habían pasado en algún momento por una depresión importante. Entonces me acordé de este pasaje de "El alma de Gardel", de Mario Levrero; libro que además, tiene el honor de ser el primero que compré por Amazon directamente desde el Kindle:

"- ¿Y por qué piensa usted que los escritores son, más que otra gente, presa fácil de las depresiones? -preguntó el señor Caorsi, después de mover peón cuatro rey, continuando una conversación que había comenzado a partir de un recorte de periódico que yo había pegado en la pared.
_Bueno, no crea que porque escribo alguna cosita de vez en cuando me considero un escritor - dije, comenzando a responderle-. Hay pocos escritores, en el mundo, que merezcan ese nombre. De modo que no me incluyo en la lista, y entonces le puedo decir lo que creo sin apelar a la falsa modestia: creo que los escritores se deprimen más que otra gente porque son más inteligentes y más sensibles, y no pueden tolerar la idea de tener que vivir en un mundo estropeado por los imbéciles..."


Yo creo que la explicación es un poco más trivial y directa: al escribir uno, así sea las pedorradas más triviales como las de este blog, uno tiene que desnudarse; exhibir frente a los demás sus cosas más profundas, que por más que se disfracen de ficción, ahí están. Y para eso se necesita estar un poco -o bastante- loco.
Les dejo también esta entrevista a Carmen Posadas que nos cuenta su punto de vista, también similar.

sábado, noviembre 17, 2012

La maldad no nos necesita

"Vos me necesitás y yo te necesito

El mundo nos necesita

El universo nos necesita

Pero lo que no nos necesita, es la maldad

eu eu eu

la maldad no nos necesita

eu eu eu

la maldad no nos necesita

eu eu eu

Ahora para saber, nada no nos necesita"


Canción que escribió Vale hace unos días mientras estaba en la escuela.


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viernes, noviembre 16, 2012

miércoles, noviembre 14, 2012

Seguí participando

"Llegó a su casa hecho pedazos. Colgó una pierna del perchero, luego la otra, los brazos, el tronco. La cabeza cayó y fue rodando a esconderse debajo de la cama."

Cuento que mandé al concurso TCQ 2012 de Ancel, la respuesta fue: "Ok. Seguí participando. Bss".
Aquí están los resultados. Varios de los cuentos ganadores me gustaron pila.

viernes, noviembre 09, 2012

El pizarrón


Esa tarde la clase de Análisis Matemático estaba, como siempre, aburridísima. Encima el calor era agobiante. Miré a Virginia, que estaba sentada a mi derecha, para contarle un chiste, pero se había quedado dormida. “¡Qué boluda!”, pensé. Pero no me animé a despertarla porque capaz se sobresaltaba o gritaba y  llamaríamos la atención del profesor.

De repente sentí que se me tapaban los oídos y el discurso del profesor pasaba a un idioma aún más ininteligible. Giré nuevamente la cabeza para ver qué hacían el resto de mis compañeros: la chica de adelante garabateaba en una hoja y con la otra mano jugaba a enroscarse los dedos en el pelo, haciendo y deshaciendo el mismo rizo en un loop infinito.
Hacia la izquierda había dos muchachos, que al contrario del resto, sí se estaban divirtiendo: uno había dibujado una caricatura del profesor donde aparecía montado en un burro y llevando una tiza-espada en la mano. El parecido era notable, además le había exagerado los dientes, el cuerpo flaco y desgarbado y el cabello desordenado, y había quedado muy gracioso. El burro era gordo pero tan pequeño que las largas y flacas piernas del profesor abarcaban todo el costado de la panza y llegaban hasta el suelo. Los dos miraban el dibujo y se reían, entonces uno señaló los pies y el otro hizo el dibujo de nuevo, esta vez atándole los extremos de las piernas con un nudo para que quedara bien sujeto y no las arrastrara más.
Al lado de la chica que se enrulaba el pelo había otra, muy elegantemente enfundada en un trajecito negro, que se abanicaba con una cuadernola. Era muy bonita y el traje le quedaba muy bien, pero era extremadamente inadecuado para los treinta y cinco grados de temperatura de aquel salón. Además, contrastaba con la vestimenta desprolija de los demás compañeros y del profesor, que estaban vestidos de short, remera y havaianas.
El profesor seguía escribiendo con la tiza en el pizarrón y mientras lo hacía el sudor le caía a chorros. Llevaba una remera azul francia manchada en los sobacos con enormes lamparones. Recordé con desagrado el hedor a mugre y sudor rancio que desprendía aquel cuerpo, aún con temperaturas ambiente bastante más favorables, y agradecí haber elegido aquel día un asiento casi en el fondo del salón 107.
Por enésima vez traté de prestar atención a lo que explicaba el hombre, era difícil porque hablaba bajo y había mucho murmullo. Me pareció que estaba diciendo algo sobre la extinción de los dinosaurios. Cuando agudicé la vista para leer lo que había escrito en el pizarrón, me di cuenta de que algunos caracteres que yo pensé que eran los clásicos X, Y, j, ∑, eran en realidad imágenes de dinosaurios. Comunidades enteras de estos animales llenaban ese espacio. Algunos comían brotes de αα del piso, otros escalaban las curvas de nivel apoyados en ʃ y otros se deslizaban en grandes gomones por la ladera de una campana de Gauss. El profesor se percató de que el pizarrón ya estaba lleno y comenzó a borrarlo. Una gran nube de polvo inundó completamente el salón y cuando se disipó, nos dejó blancos como estatuas. La muchacha del trajecito negro, visiblemente ofuscada, se sacó la chaqueta blanca (antes negra) con brusquedad y la sacudió con fuerza. Se quitó también los pantalones blancos (antes negros), y la camisa blanca (originalmente ya blanca, ahí me perdí), para a su vez sacudirlos. Cuando terminó quedó vestida solamente con un body rosa chicle con puntillas, colgó la ropa en las sillas vacías que tenía cerca y continuó abanicándose como si tal cosa.
Yo observé extrañada al resto de los compañeros, que parecían no haberse dado cuenta del espectáculo y continuaban impávidos con lo que estaban haciendo. Los dos chicos de las caricaturas ya habían hecho toda una secuencia de dibujos, los habían colocado uno encima de otro y ahora los pasaban rápidamente con un dedo haciendo aparecer una animación. En la animación el profesor montado en burro corría hasta ensartar con su lanza-tiza a un tiranosaurio Rex en medio del pecho. Estaba realmente muy buena, coloreada y todo. Yo no podía creer que la hubiesen terminado tan rápido. También habían dibujado el sonido de ambiente, aunque lo habían seteado bien bajito para que el profesor de carne y hueso no lo pudiera escuchar.

El calor seguía siendo insoportable y la clase parecía no terminar nunca. El pizarrón había empezado a derretirse, como si estuviera hecho de asfalto. Miré hacia el enorme ventanal de la izquierda, para ver si por casualidad quedaba alguna ventana abrible sin abrir, y vi la enorme sombra de lo que parecía ser un tiranosaurio igual al del cuento.  Pestañeé pero seguía allí. Me volví a mirar a mi amiga de al lado, que seguía dormida y roncaba suavemente. Estiré mis brazos para sacudirla, pero me detuve horrorizada cuando de su cabeza comenzaron a salir serpientes, que se contorneaban y lanzaban mordiscos al aire. De pronto una de las serpientes se dirigió a mí y me dijo con naturalidad:
-Paola, despertate que se terminó la clase, nos tenemos que ir.


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Cuento que escribí para el Taller hace un par de días. La consigna: Sueños. 
Después que lo terminé me puse a pensar de donde saqué lo de los dinosaurios. Y más tarde, revolviendo en el ropero encontré esta remera que me regalaron del CEI cuando me recibí de ingeniera. A veces la uso, aunque de camisón, porque me queda enorme.
O sea que al final los pasos que siguió mi inconsciente a partir del disparador "Sueños", me quedaron clarísimos:
sueños --> camisón --> dinosaurios --> facultad
Un cuento de ida y vuelta.



jueves, noviembre 08, 2012

Rayos y centellas, Batman

El verano pasado mi tío y su familia estaban en la playa un día de tormenta. Había muy poca gente, entre ellas un hombre pescando, de esos que clavan la caña en la arena y se sientan en la reposera a esperar que pique.
Cuando decidieron subir porque la tormenta se estaba poniendo heavy, vieron caer un rayo justo encima de la caña del pescador. La dejó hecha una flor. Al hombre no le pegó el rayo pero sí las astillas que volaron, que se le clavaron por todo el cuerpo #creepy
Acá les dejo un artículo sobre los rayos en este blog que me encanta:
http://what-if.xkcd.com/16/

lunes, noviembre 05, 2012

De azul a rojo

En el año tres mil chiquicientos cinco, una intensa lluvia cayó sobre el Planeta Tierra. Comenzó con una fuerte tormenta eléctrica que descolgó de las nubes una  catarata imparable. Al paso de las horas fue amainando, hasta terminar siendo una llovizna fina pero permanente, que goteaba con una cadenciosa musicalidad.
Lo insólito era que esta gran nube de lluvia cubría todo el planeta Tierra…



Pronto los ríos, cañadas, arroyos y océanos fueron subiendo de nivel hasta que ya era todo agua.  Así pasaron más de dos años de lluvia ininterrumpida. Llegó un momento en que la fuerza de gravedad de la Tierra ya no lograba atraer tanta masa acuática y el sobrante empezó a chorrear cayendo sobre el planeta Marte.
Los pocos seres humanos que sobrevivieron a este desastre climático, improvisaron una especie de enormes tablas de surf que permitían deslizarse por el torrentoso curso de agua, para emigrar al promisorio nuevo mundo. La gente se llevaba el equipaje, mascotas, muebles y hasta sus vehículos.

 
La gran nube paró de derramar agua y así el líquido se equilibró entre los dos planetas.  Las últimas personas que cruzaron a Marte antes de que se cortara el chorro, fueron una pareja de amigos que iban adentro de un fitito, Marina y Julián. Él aún estaba indeciso entre quedarse en la Tierra o partir, pero ella, de espíritu alocado, a último momento se lo llevó de un brazo sin dejarlo reaccionar. Había estado todo el viaje callado.
Cuando “amartizaron”, Julián miró por la ventana y quedó impactado con la belleza del planeta y con la buena onda con que la gente que ya estaba allá había comenzado a construir sus casas, colaborando entre todos. Marina sonrió, también conmovida. Él se bajó del auto pero no sin antes darle un gran abrazo y mirarla intensamente a los ojos, agradecido.

FIN
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Este es el cuento que había publicado originalmente hace un tiempito. Un sábado (lluvioso, vaya coincidencia), se me ocurrió hacerle algunos cambios para que quede más divertido y se lo leí a mis hijas. Le pregunté a Valentina si le gustaría ilustrarlo. El resultado fueron estos dibujos, en papel, que después pasamos a la compu.

lunes, octubre 29, 2012

La masa


Doña Aída agregó cuarta taza de aceite y ese era el último ingrediente del pan que estaba preparando. Terminó de mezclar bien, amasó la pasta un poco y la dejó dentro del recipiente, cerca de la estufa del living, para que el calor la ayudara a leudar. “Mientras me voy a dormir una siestita. A ver si sale buena esta levadura nueva que me trajo Danielito”, pensó.
Aída tendría cerca de ochenta o noventa años, vivía sola en su apartamento, en un edificio viejo de tres pisos. El edificio no tenía ascensor pero sí una bellísima escalera de mármol con barandas de hierro. Por suerte su apartamento quedaba en el primer piso, porque cada vez le costaba más subir los escalones que lo separaban del nivel de calle.
De joven había sido una mujer rolliza, muy simpática y pizpireta. Hoy en día a pesar de su cabello casi ralo y su rostro surcado de profundas arrugas, seguía teniendo un físico robusto y mantenía esa picardía en los ojos. Esas dos características la hacían parecer mucho más joven de lo que era. Trabajó casi treinta años en la companía telefónica de operadora. Su tarea constaba en pinchar en un enorme tablero los cables para establecer las comunicaciones solicitadas por los usuarios.
Cuando se jubiló lo que más extrañaba de su trabajo era escuchar las conversaciones de los demás. Por lo tanto, aunque en aquel momento sus oídos funcionaban perfectamente, en cuanto vio el aviso en la tele salió corriendo a comprarse el “Whisper 2000”; dispositivo que permitía oír a través de cualquier pared todos los sonidos provenientes del otro lado: “¡Usted podrá oír hasta la caída de un alfiler!” En realidad, la compra resultó un fiasco porque los vecinos casi nunca estaban y cuando estaban hablaban de cosas muy aburridas, pero ahora en la vejez el aparato le había venido bárbaro para la vida cotidiana porque se había quedado sorda como una tapia.

***

Julia bajó a comprar la leche con su hermanita Ana, de cuatro años. Escuchó el fuerte ronroneo del motor de un auto deportivo que aminoraba la marcha, y con un acto reflejo se dio vuelta esperanzada, pensando que era su padre Marcelo. Hacía ya cinco meses que no volvía a casa. No era la primera vez que pasaba, aunque nunca por tanto tiempo. Las instrucciones habían sido claras: esperar y no avisar a nadie, mucho menos a la Policía. La muchacha no sabía en qué negocios andaba su padre, obviamente sospechaba que podía ser algo ilegal, pero prefería ni pensar en ello. Era un papá muy bueno y cariñoso, y como no tenían mamá con eso les bastaba. Su madre había muerto en un desafortunado accidente cerca de un año atrás. Julia llevaba todos los días a Anita a la guardería, era una breve caminata de dos cuadras. Después de dejarla se tomaba en la esquina el ómnibus para el liceo. Un día Julia se despertó con una fuerte jaqueca: la noche anterior había habido una tormenta tremenda y sumado a su malestar no había podido pegar un ojo en toda la velada. Todavía le retumbaban los truenos en las sienes. Llamó a su mamá para avisarle que no iba a poder ir al liceo, entonces ella se ofreció a pasar por casa para llevar a Anita a la escuela. Llegó un rato antes con una bandeja de lasagnas, que almorzaron juntas. Se despidió de Julia con un beso y un “Que te mejores, preciosa”, y se fue con Ana de la mano. A unos metros de la puerta de la escuela había un enorme plátano, una de sus ramas más gruesas se había quebrado con el temporal y se mantenía unida al tronco por una frágil astilla. Era primavera y estaban llegando las golondrinas. Cuando Ana y su mamá iban pasando por debajo, una bandada de estos pájaros cruzó el cielo y se posó en esa rama del árbol, la señora levantó la vista al escuchar su alegre bullicio pero lo único que vio fue la enorme rama cayendo, que ya sin tiempo de reaccionar la desnucó. La gente se acercó corriendo a ver qué había sucedido, mientras Ana continuaba agarradita de la mano de su mamá, con los cabellos rubios manchados con la sangre de aquella mujer, en estado de shock pero ilesa.
Desde ese día la pequeña no volvió a hablar, y Julia se sumió en la tristeza. Nunca se iba a perdonar que a causa de aquella maldita jaqueca hubiera muerto su madre en su lugar, por más que su padre le decía que eran cosas del destino y nada más.

Durante sus largas e intempestivas ausencias Marcelo ni siquiera podía llamar a las niñas por teléfono, pero se las arreglaba para enviar a su amigo de confianza: el tío Cacho, como ellas le llamaban. Cacho aparecía entonces a dejarles plata, alimentos y algún que otro regalo sorpresa, les preguntaba cómo iban las cosas y las ayudaba con los inconvenientes que surgieran. También las tranquilizaba contándoles que su padre estaba bien y que les mandaba muchos besos; aunque Julia sospechaba que muchas veces él tampoco tendría ni la más mínima idea de dónde estaba.
Marcelo provenía de una familia de alta sociedad, muy adinerada. Él y su hermano, unos años mayor, habían sido los típicos niños ricos y malcriados, cuyos padres cedían ante todos sus caprichos y con esa actitud no habían hecho otra cosa que echarlos a perder. Su hermano comenzó a tener problemas con el juego desde muy joven, los padres no supieron qué hacer para detenerlo. Terminó gastando toda la fortuna de la familia, y al poco tiempo los viejos murieron de angustia y vergüenza. Marcelo, si bien se había mantenido fuera del vicio de las apuestas, tenía a su vez sus amigotes, niños malcriados de buena familia como él, quienes lo llevaron a incursionar en negocios de dudosa legalidad. Aunque gracias a estos negocios había logrado salir de la bancarrota en poco tiempo, logrando comprar aquel apartamento y preocupándose siempre de que a sus hijas no les faltara nada. Uno de estos amigos era Cacho, que por su profesión de Contador, era además quien se encargaba de administrarle la plata y el resto de los bienes, y de disfrazarle los números cuando era necesario.
Pero la verdadera pasión del tío Cacho era la poesía. Como era un enamorado del Tango, se dedicaba a escribir poemas que -según él- algún día un cantor famoso de Tango musicalizaría. Cosa que parecía poco probable, porque el resto de los mortales consideraba que sus letras eran espantosas. La última vez que visitó a las niñas les había mostrado su nueva obra: “Dos por cuatro”, dedicada a una maestra de su infancia:
Dos por cuatro igual a ocho
y ocho por cinco, cuarenta.
Vos me enseñaste a sumar
a multiplicaaar
y a restaaar
También a dividiiir
y hacer la raíz cuadrada
y por tanto condicionada
estuvo mi vocación
Mi maestra más querida
nunca me diste bolilla
pero gracias a ti yo de grande
estudié pa’ contaaadooor

La cantó con rostro serio y tono de voz compungido, y cuando terminó -diciendo “Chan- chan” y todo- las niñas tenían la cara colorada de tanto aguantar la risa: “¡Hermosa, tío! ¡Si aquella maestra hoy te escuchara quedaría re copada!”.

***

Daniel llegó cansado del trabajo y lo primero que hizo fue zambullirse en la cama y quedarse un rato mirando el techo.  Pero no pudo permanecer allí más de diez minutos porque tenía mucho que hacer. Se puso a ordenar las compras del día anterior: todos los lunes hacía el surtido de la semana para él y para su madre Aída. Por la mañana, de camino al trabajo, había pasado por allá a dejarle a la anciana su bolsa. Siempre se quedaba un rato conversando con ella pero ese día iba retrasado.
Encima de la mesada de su casa había quedado la otra bolsa del super con las compras propias, y una tercera con materiales que se había traído del trabajo. Daniel era ingeniero químico y trabajaba en la sección de control de calidad de una gran fábrica de alimentos chacinados. La gerencia de la fábrica le había encomendado el proyecto de desarrollo de “El pancho más grande del mundo”. Él estaba muy entusiasmado con esa misión: le daba la oportunidad de investigar y realizar experimentos, en lugar de los aburridos y rutinarios test de calidad que tenía que cumplir a diario. Pero por otra parte, era un desafío importante porque si algo salía mal el escarnio sería público: se esperaba a la prensa de todo el mundo y se rumoreaba que incluso hasta el propio Sr. Richard Guinness podía llegar a aparecer.
Faltaban solamente dos días para la gran fecha y estaba comenzando a preocuparse. El tamaño del pancho tenía que ser mayor a 203.80 metros, el récord actual. La elaboración de la salchicha había sido relativamente fácil, se utilizó carne precocida. Después de algunos ensayos, se había logrado que su  consistencia fuera lo suficientemente flexible como para poder calentarla colocándola en forma de espiral en uno de los tanques australianos de la fábrica. Este tanque ya se había limpiado y acondicionado y  el agua hirviendo se llevaría desde una de las calderas a través de un plastiducto que instalaron en forma provisoria. La complicación era el pan: no había un horno de tamaño suficiente para cocinarlo, y tampoco había plata ni tiempo para construir uno especial. Entonces se le ocurrió inventar una levadura de ultracrecimiento, que minimizara la cantidad de harina en la masa del pan, para obtener una masa tan esponjosa y porosa, de modo que una vez llegado a ese punto máximo de leudado, para cocerla fuese suficiente exponerla por unos minutos al calor del aire y del sol.

Y en eso estuvo toda la tarde del lunes, haciendo pruebas con la levadura que se había traído de la fábrica, ya que si bien había logrado un crecimiento trescientas veces mayor al de la levadura común, aún no era suficiente para que la masa se autococinara. Cuando se dio cuenta de la hora, volvió a colocar todo en la bolsa y se fue a hacer las compras. Ese día en el trabajo no pudo avanzar nada más, porque cayó de sorpresa un control de Bromatología y tuvo que atenderlos. Así que luego de guardar las compras en la despensa tomó la bolsa para continuar los experimentos, cuando de pronto se dio cuenta que el contenido de aquella bolsa eran las compras de su madre. ¡Le había llevado la bolsa incorrecta!
Salió corriendo hacia la casa de la vieja. Cuando llegó a la puerta del edificio se percató de que con el apuro no había traído su llave. Le tocó timbre, pero Aída seguía dormida como piedra por la pastilla de Lexotán que siempre tomaba para la siesta. Tocó entonces el timbre del apartamento de arriba. Lo atendió Julia, que lo reconoció enseguida y le dijo que bajaría a abrirle en un momento. Daniel se quedó aguardando junto a la puerta y en unos minutos apareció Marcelo, que venía llegando de regreso.
-¿Cómo andás, che? ¡Tanto tiempo! ¿Venís a visitar a la viejita?
-¿Bien y vos? Acá estoy, salí apurado y me olvidé de la llave... Recién toqué timbre en tu casa,  Julia viene en camino.
-Se va a sorprender cuando me vea, no sabe nada – dijo Marcelo mientras abría la puerta, contento -Pasá nomás.
-Después de vos.
Las niñas venían bajando la escalera pero al llegar al primer piso, las detuvo un engrudo que avanzaba por debajo de la puerta de Aída y estaba a punto de chorrear por el borde del descanso de la escalera. Desde allí se divisaba el vestíbulo y vieron a su papá, quien seguido por Daniel, estaba ingresando en ese momento al edificio.
-¡Papá, volviste! –gritó Ana, loca de alegría.
-¡Papá!– gritó Julia a su vez y volviéndose sorprendida hacia su hermana - ¿Ana?
-¡Demasiado tarde! ¡Mamá! –gritó al mismo tiempo Daniel, al ver la masa gigante. Tratando de hacerse paso para subir la escalera empujó sin querer a Marcelo, que quedó justo debajo del incipiente derrame.
-¡Papá, cuidado! –gritaron al únisono Julia y Ana.
Pero Marcelo no pudo esquivar el chorrete de masa, que le cayó encima de lleno, bañándolo de pies a cabeza. Julia lloraba y reía al mismo tiempo. No sabía qué la ponía más contenta: que Anita hubiera recuperado el habla o que su padre estuviera de vuelta en casa. O simplemente lo gracioso de la escena: su papá convertido en un muñeco de engrudo y todo el mundo gritando al mismo tiempo. Se dieron los tres un fuerte abrazo, sin preocuparse por el pegote, que estaba empezando a endurecerse.
-¡Bingo! ¡Mamá encontró el ingrediente que faltaba para que la masa se cocine sola! ¡Ídola!
Mientras tanto, Aída todavía medio dormida, sin sus lentes, abría la puerta de su apartamento y les gritaba furiosa:
-¡Qué es todo este bochinche, no le dejan a una dormir la siesta tranquila! ¡Qué barbaridad!


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Kostya Prozorovsky "Simple schemes; bread"