Esa tarde la clase de
Análisis Matemático estaba, como siempre, aburridísima. Encima el calor era
agobiante. Miré a Virginia, que estaba sentada a mi derecha, para contarle un
chiste, pero se había quedado dormida. “¡Qué boluda!”, pensé. Pero no me animé
a despertarla porque capaz se sobresaltaba o gritaba y llamaríamos la atención del profesor.
De repente sentí que se me
tapaban los oídos y el discurso del profesor pasaba a un idioma aún más
ininteligible. Giré nuevamente la cabeza para ver qué hacían el resto de mis
compañeros: la chica de adelante garabateaba en una hoja y con la otra mano
jugaba a enroscarse los dedos en el pelo, haciendo y deshaciendo el mismo rizo en
un loop infinito.
Hacia la izquierda había
dos muchachos, que al contrario del resto, sí se estaban divirtiendo: uno había
dibujado una caricatura del profesor donde aparecía montado en un burro y
llevando una tiza-espada en la mano. El parecido era notable, además le había
exagerado los dientes, el cuerpo flaco y desgarbado y el cabello desordenado, y
había quedado muy gracioso. El burro era gordo pero tan pequeño que las largas
y flacas piernas del profesor abarcaban todo el costado de la panza y llegaban
hasta el suelo. Los dos miraban el dibujo y se reían, entonces uno señaló los
pies y el otro hizo el dibujo de nuevo, esta vez atándole los extremos de las
piernas con un nudo para que quedara bien sujeto y no las arrastrara más.
Al lado de la chica que se
enrulaba el pelo había otra, muy elegantemente enfundada en un trajecito negro,
que se abanicaba con una cuadernola. Era muy bonita y el traje le quedaba muy
bien, pero era extremadamente inadecuado para los treinta y cinco grados de
temperatura de aquel salón. Además, contrastaba con la vestimenta desprolija de
los demás compañeros y del profesor, que estaban vestidos de short, remera y
havaianas.
El profesor seguía
escribiendo con la tiza en el pizarrón y mientras lo hacía el sudor le caía a
chorros. Llevaba una remera azul francia manchada en los sobacos con enormes lamparones.
Recordé con desagrado el hedor a mugre y sudor rancio que desprendía aquel
cuerpo, aún con temperaturas ambiente bastante más favorables, y agradecí haber
elegido aquel día un asiento casi en el fondo del salón 107.
Por enésima vez traté de
prestar atención a lo que explicaba el hombre, era difícil porque hablaba bajo
y había mucho murmullo. Me pareció que estaba diciendo algo sobre la extinción
de los dinosaurios. Cuando agudicé la vista para leer lo que había escrito en
el pizarrón, me di cuenta de que algunos caracteres que yo pensé que eran los
clásicos X, Y, j, ∑, eran en realidad imágenes de dinosaurios. Comunidades enteras de
estos animales llenaban ese espacio. Algunos comían brotes de αα del piso,
otros escalaban las curvas de nivel apoyados en ʃ y otros se deslizaban en
grandes gomones por la ladera de una campana de Gauss. El profesor se percató
de que el pizarrón ya estaba lleno y comenzó a borrarlo. Una gran nube de polvo
inundó completamente el salón y cuando se disipó, nos dejó blancos como
estatuas. La muchacha del trajecito negro, visiblemente ofuscada, se sacó la
chaqueta blanca (antes negra) con brusquedad y la sacudió con fuerza. Se quitó
también los pantalones blancos (antes negros), y la camisa blanca (originalmente
ya blanca, ahí me perdí), para a su vez sacudirlos. Cuando terminó quedó
vestida solamente con un body rosa chicle con puntillas, colgó la ropa en las sillas
vacías que tenía cerca y continuó abanicándose como si tal cosa.
Yo observé extrañada al resto de los
compañeros, que parecían no haberse dado cuenta del espectáculo y continuaban
impávidos con lo que estaban haciendo. Los dos chicos de las caricaturas ya
habían hecho toda una secuencia de dibujos, los habían colocado uno encima de
otro y ahora los pasaban rápidamente con un dedo haciendo aparecer una
animación. En la animación el profesor montado en burro corría hasta ensartar
con su lanza-tiza a un tiranosaurio Rex en medio del pecho. Estaba realmente
muy buena, coloreada y todo. Yo no podía creer que la hubiesen terminado tan
rápido. También habían dibujado el sonido de ambiente, aunque lo habían seteado bien bajito para que el profesor
de carne y hueso no lo pudiera escuchar.
El calor seguía siendo insoportable y
la clase parecía no terminar nunca. El pizarrón había empezado a derretirse, como si estuviera hecho de asfalto. Miré hacia el enorme ventanal de la
izquierda, para ver si por casualidad quedaba alguna ventana abrible sin abrir, y vi la enorme sombra
de lo que parecía ser un tiranosaurio igual al del cuento. Pestañeé pero seguía allí. Me volví a mirar a
mi amiga de al lado, que seguía dormida y roncaba suavemente. Estiré mis brazos
para sacudirla, pero me detuve horrorizada cuando de su cabeza comenzaron a
salir serpientes, que se contorneaban y lanzaban mordiscos al aire. De pronto
una de las serpientes se dirigió a mí y me dijo con naturalidad:
-Paola, despertate que se terminó la
clase, nos tenemos que ir.
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Cuento que escribí para el Taller hace un par de días. La consigna: Sueños.
Después que lo terminé me puse a pensar de donde saqué lo de los dinosaurios. Y más tarde, revolviendo en el ropero encontré esta remera que me regalaron del CEI cuando me recibí de ingeniera. A veces la uso, aunque de camisón, porque me queda enorme.
O sea que al final los pasos que siguió mi inconsciente a partir del disparador "Sueños", me quedaron clarísimos:
sueños --> camisón --> dinosaurios --> facultad
Un cuento de ida y vuelta.
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