Estoy trepando un cerro escarpado, de rocas negras y filosas. Ya casi llego a la cima, me asomo. Tengo al lado a mi izquierda el último pico. Está quebrado, es hueco y está relleno hasta rebosar de crema chantilly. Una crema blanca, espesa, consistente, bien batida pero sin llegar a hacerla manteca. Esa crema tocó la frontera entre lo ideal y perfecto donde si daba un paso más se transformaba en algo totalmente diferente: en esa cosa que puede ser buena también pero que no era la que estábamos buscando en este momento. Porque queríamos algo dulce y nos salió algo salado y que encima ni siquiera es salado porque en vez de sal le pusimos azúcar y ahora ya no se le puede poner sal. Esos actos tan sencillos pero a la vez tan irreversibles como la muerte.
Me arrimé un poco más, afirmada en el brazo izquierdo estiré la otra mano, ahuecada para tomar una buena porción de la crema. Estaba deliciosa. Me senté para estar más cómoda y poder disfrutar el paisaje. Pero los objetos se me desdibujaban allá abajo, me acordé que en un momento escabroso de la trepada, cuando quedé en vilo colgada de una sola mano, se me volaron los lentes. Eso no fue problema en aquel momento porque de cerca veo bastante bien, pero ahora al intentar ver de lejos los siento en falta.
Aún bajo mis ojos disfuncionales el paisaje sigue siendo admirable. Una masa rosa pastel cubierta de otra celeste oscuro se acuesta sobre el horizonte recortado por los semicírculos de cerros verdinegros. Bajando la vista están las casas del valle.
Las casas del valle siempre se ven grises. No importa si algún vecino osado las pintó de un tenue color durazno, amarillo, verde agua, celeste. Son colores tibios como ellos mismos, habitantes del pueblo que tuvieron ganas de destacarse, de separarse de la chatura del resto de esa sociedad oscura y maligna, pero no llegaron a animarse a más.
Algunos jóvenes recién mudados al pueblo y por lo tanto más valientes recubrieron los techos de tejas rojas, brillantes. Pero al poco tiempo las lluvias de lágrimas las mancharon de puntos negros, hongos de humedad que después nunca se les quita.
El resultado uniformizado es entonces irremediablemente gris, como la depresión generalizada de los pobladores.
Si, en esta ciudad la gente llora tanto que las lágrimas se evaporan y pasan a las nubes junto con el agua de los charcos, la del pozo de la cantera o la lánguida cañada Zamora. Una nube de la zona puede llegar a tener hasta un 60% de lágrimas. Esto tampoco es bueno para los autos, porque la sal de las lágrimas es muy corrosiva, les pica la chapa.
Claro que si le hace tal daño al metal, mucho peor nos hace retenerlas dentro del cuerpo. Nos va horadando en silencio la estructura que nos mantiene en pie, hace un charque con nuestra carne y tripas dejándolas duras, resecas. Y de a poco, igual que a la carrocería de esos autos, nos llena de huecos, nos apaga el color y el brillo exterior, nos deja oscuros, apagados, inservibles.
Estamos destinados a esperar en la chatarrera a que alguien venga a llevarse alguna de nuestras partes, mientras las bases se nos hunden en el barro, el motor se oxida, las bujías se empastan y nos damos cuenta que cada vez va a ser más difícil volver a arrancar.