Había entre los dos la simpatía más sincera que puede hacer entre un perro y su ama, pero es indiscutible que la mudez de las bestias es un estorbo para los refinamientos del diálogo. Mueven la cola; inclinan la parte delantera del cuerpo y elevan la trasera; ruedan, brincan, rascan, gimen, ladran, babean, inventan toda clase de ceremonias y de artificios, pero todo es inútil, porque lo que es hablar, no pueden. Acostando al perro en el suelo, Orlando meditó que ese era precisamente el defecto del gran mundo en Arlington House. Ellos también mueven la cola, saludan, ruedan, babean y rascan, pero lo que es hablar no pueden: "todos estos meses que he andado en sociedad, no he escuchado una sola cosa que mi perro no hubiera podido decir. Tengo frío. Tengo hambre. Me siento feliz. He cazado una laucha. He enterrado un hueso. Dame un beso en el hocico".
Y eso no bastaba.
Fragmento de Orlando - Virginia Woolf 1928
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