Doña Aída agregó cuarta taza de aceite y ese era el último ingrediente
del pan que estaba preparando. Terminó de mezclar bien, amasó la pasta un poco
y la dejó dentro del recipiente, cerca de la estufa del living, para que el
calor la ayudara a leudar. “Mientras me voy a dormir una siestita. A ver si
sale buena esta levadura nueva que me trajo Danielito”, pensó.
Aída tendría cerca de ochenta o noventa años, vivía sola en su
apartamento, en un edificio viejo de tres pisos. El edificio no tenía ascensor
pero sí una bellísima escalera de mármol con barandas de hierro. Por suerte su
apartamento quedaba en el primer piso, porque cada vez le costaba más subir los
escalones que lo separaban del nivel de calle.
De joven había sido una mujer rolliza, muy simpática y pizpireta. Hoy
en día a pesar de su cabello casi ralo y su rostro surcado de profundas
arrugas, seguía teniendo un físico robusto y mantenía esa picardía en los ojos.
Esas dos características la hacían parecer mucho más joven de lo que era. Trabajó
casi treinta años en la companía telefónica de operadora. Su tarea constaba en
pinchar en un enorme tablero los cables para establecer las comunicaciones
solicitadas por los usuarios.
Cuando se jubiló lo que más extrañaba de su trabajo era escuchar las
conversaciones de los demás. Por lo tanto, aunque en aquel momento sus oídos
funcionaban perfectamente, en cuanto vio el aviso en la tele salió corriendo a
comprarse el “Whisper 2000”; dispositivo que permitía oír a través de cualquier
pared todos los sonidos provenientes del otro lado: “¡Usted podrá oír hasta la
caída de un alfiler!” En realidad, la compra resultó un fiasco porque los
vecinos casi nunca estaban y cuando estaban hablaban de cosas muy aburridas,
pero ahora en la vejez el aparato le había venido bárbaro para la vida
cotidiana porque se había quedado sorda como una tapia.
***
Julia bajó a comprar la leche con su hermanita Ana, de cuatro años.
Escuchó el fuerte ronroneo del motor de un auto deportivo que aminoraba la
marcha, y con un acto reflejo se dio vuelta esperanzada, pensando que era su
padre Marcelo. Hacía ya cinco meses que no volvía a casa. No era la primera vez
que pasaba, aunque nunca por tanto tiempo. Las instrucciones habían sido
claras: esperar y no avisar a nadie, mucho menos a la Policía. La muchacha no
sabía en qué negocios andaba su padre, obviamente sospechaba que podía ser algo
ilegal, pero prefería ni pensar en ello. Era un papá muy bueno y cariñoso, y
como no tenían mamá con eso les bastaba. Su madre había muerto en un desafortunado accidente cerca de un año
atrás. Julia llevaba todos los días a Anita a la guardería, era una breve
caminata de dos cuadras. Después de dejarla se tomaba en la esquina el ómnibus
para el liceo. Un día Julia se despertó con una fuerte jaqueca: la noche
anterior había habido una tormenta tremenda y sumado a su malestar no había
podido pegar un ojo en toda la velada. Todavía le retumbaban los truenos en las
sienes. Llamó a su mamá para avisarle que no iba a poder ir al liceo, entonces
ella se ofreció a pasar por casa para llevar a Anita a la escuela. Llegó un
rato antes con una bandeja de lasagnas, que almorzaron juntas. Se despidió de
Julia con un beso y un “Que te mejores, preciosa”, y se fue con Ana de la mano.
A unos metros de la puerta de la escuela había un enorme plátano, una de sus
ramas más gruesas se había quebrado con el temporal y se mantenía unida al
tronco por una frágil astilla. Era primavera y estaban llegando las
golondrinas. Cuando Ana y su mamá iban pasando por debajo, una bandada de estos
pájaros cruzó el cielo y se posó en esa rama del árbol, la señora levantó la
vista al escuchar su alegre bullicio pero lo único que vio fue la enorme rama
cayendo, que ya sin tiempo de reaccionar la desnucó. La gente se acercó corriendo
a ver qué había sucedido, mientras Ana continuaba agarradita de la mano de su
mamá, con los cabellos rubios manchados con la sangre de aquella mujer, en
estado de shock pero ilesa.
Desde ese día la pequeña no volvió a hablar, y Julia se sumió en la
tristeza. Nunca se iba a perdonar que a causa de aquella maldita jaqueca hubiera
muerto su madre en su lugar, por más que su padre le decía que eran cosas del
destino y nada más.
Durante sus largas e intempestivas ausencias Marcelo ni siquiera podía
llamar a las niñas por teléfono, pero se las arreglaba para enviar a su amigo
de confianza: el tío Cacho, como ellas le llamaban. Cacho aparecía entonces a
dejarles plata, alimentos y algún que otro regalo sorpresa, les preguntaba cómo
iban las cosas y las ayudaba con los inconvenientes que surgieran. También las tranquilizaba
contándoles que su padre estaba bien y que les mandaba muchos besos; aunque
Julia sospechaba que muchas veces él tampoco tendría ni la más mínima idea de
dónde estaba.
Marcelo provenía de una familia de alta sociedad, muy adinerada. Él y
su hermano, unos años mayor, habían sido los típicos niños ricos y malcriados,
cuyos padres cedían ante todos sus caprichos y con esa actitud no habían hecho
otra cosa que echarlos a perder. Su hermano comenzó a tener problemas con el
juego desde muy joven, los padres no supieron qué hacer para detenerlo. Terminó
gastando toda la fortuna de la familia, y al poco tiempo los viejos murieron de
angustia y vergüenza. Marcelo, si bien se había mantenido fuera del vicio de
las apuestas, tenía a su vez sus amigotes, niños malcriados de buena familia
como él, quienes lo llevaron a incursionar en negocios de dudosa legalidad.
Aunque gracias a estos negocios había logrado salir de la bancarrota en poco
tiempo, logrando comprar aquel apartamento y preocupándose siempre de que a sus
hijas no les faltara nada. Uno de estos amigos era Cacho, que por su profesión de
Contador, era además quien se encargaba de administrarle la plata y el resto de
los bienes, y de disfrazarle los números cuando era necesario.
Pero la verdadera pasión del tío Cacho era la poesía. Como era un
enamorado del Tango, se dedicaba a escribir poemas que -según él- algún día un
cantor famoso de Tango musicalizaría. Cosa que parecía poco probable, porque el
resto de los mortales consideraba que sus letras eran espantosas. La última vez
que visitó a las niñas les había mostrado su nueva obra: “Dos por cuatro”, dedicada
a una maestra de su infancia:
Dos por
cuatro igual a ocho
y ocho por
cinco, cuarenta.
Vos me enseñaste
a sumar
a
multiplicaaar
y a restaaar
También a
dividiiir
y hacer la
raíz cuadrada
y por tanto
condicionada
estuvo mi
vocación
Mi maestra
más querida
nunca me
diste bolilla
pero gracias
a ti yo de grande
estudié pa’
contaaadooor
La cantó con rostro serio y tono de voz compungido, y cuando terminó
-diciendo “Chan- chan” y todo- las niñas tenían la cara colorada de tanto
aguantar la risa: “¡Hermosa, tío! ¡Si aquella maestra hoy te escuchara quedaría
re copada!”.
***
Daniel llegó cansado del trabajo y lo primero que hizo fue zambullirse
en la cama y quedarse un rato mirando el techo.
Pero no pudo permanecer allí más de diez minutos porque tenía mucho que hacer.
Se puso a ordenar las compras del día anterior: todos los lunes hacía el
surtido de la semana para él y para su madre Aída. Por la mañana, de camino al
trabajo, había pasado por allá a dejarle a la anciana su bolsa. Siempre se
quedaba un rato conversando con ella pero ese día iba retrasado.
Encima de la mesada de su casa había quedado la otra bolsa del super con
las compras propias, y una tercera con materiales que se había traído del
trabajo. Daniel era ingeniero químico y trabajaba en la sección de control de
calidad de una gran fábrica de alimentos chacinados. La gerencia de la fábrica
le había encomendado el proyecto de desarrollo de “El pancho más grande del
mundo”. Él estaba muy entusiasmado con esa misión: le daba la oportunidad de
investigar y realizar experimentos, en lugar de los aburridos y rutinarios test
de calidad que tenía que cumplir a diario. Pero por otra parte, era un desafío
importante porque si algo salía mal el escarnio sería público: se esperaba a la
prensa de todo el mundo y se rumoreaba que incluso hasta el propio Sr. Richard
Guinness podía llegar a aparecer.
Faltaban solamente dos días para la gran fecha y estaba comenzando a
preocuparse. El tamaño del pancho tenía que ser mayor a 203.80 metros, el récord
actual. La elaboración de la salchicha había sido relativamente fácil, se
utilizó carne precocida. Después de algunos ensayos, se había logrado que su consistencia fuera lo suficientemente flexible
como para poder calentarla colocándola en forma de espiral en uno de los
tanques australianos de la fábrica. Este tanque ya se había limpiado y
acondicionado y el agua hirviendo se
llevaría desde una de las calderas a través de un plastiducto que instalaron en
forma provisoria. La complicación era el pan: no había un horno de tamaño
suficiente para cocinarlo, y tampoco había plata ni tiempo para construir uno
especial. Entonces se le ocurrió inventar una levadura de ultracrecimiento, que
minimizara la cantidad de harina en la masa del pan, para obtener una masa tan
esponjosa y porosa, de modo que una vez llegado a ese punto máximo de leudado, para
cocerla fuese suficiente exponerla por unos minutos al calor del aire y del sol.
Y en eso estuvo toda la tarde del lunes, haciendo pruebas con la
levadura que se había traído de la fábrica, ya que si bien había logrado un
crecimiento trescientas veces mayor al de la levadura común, aún no era
suficiente para que la masa se autococinara. Cuando se dio cuenta de la hora, volvió
a colocar todo en la bolsa y se fue a hacer las compras. Ese día en el trabajo
no pudo avanzar nada más, porque cayó de sorpresa un control de Bromatología y
tuvo que atenderlos. Así que luego de guardar las compras en la despensa tomó
la bolsa para continuar los experimentos, cuando de pronto se dio cuenta que el
contenido de aquella bolsa eran las compras de su madre. ¡Le había llevado la
bolsa incorrecta!
Salió corriendo hacia la casa de la vieja. Cuando llegó a la puerta del
edificio se percató de que con el apuro no había traído su llave. Le tocó
timbre, pero Aída seguía dormida como piedra por la pastilla de Lexotán que
siempre tomaba para la siesta. Tocó entonces el timbre del apartamento de
arriba. Lo atendió Julia, que lo reconoció enseguida y le dijo que bajaría a
abrirle en un momento. Daniel se quedó aguardando junto a la puerta y en unos
minutos apareció Marcelo, que venía llegando de regreso.
-¿Cómo andás, che? ¡Tanto tiempo! ¿Venís a visitar a la viejita?
-¿Bien y vos? Acá estoy, salí apurado y me olvidé de la llave... Recién
toqué timbre en tu casa, Julia viene en
camino.
-Se va a sorprender cuando me vea, no sabe nada – dijo Marcelo mientras
abría la puerta, contento -Pasá nomás.
-Después de vos.
Las niñas venían bajando la escalera pero al llegar al primer piso, las
detuvo un engrudo que avanzaba por debajo de la puerta de Aída y estaba a punto
de chorrear por el borde del descanso de la escalera. Desde allí se divisaba el
vestíbulo y vieron a su papá, quien seguido por Daniel, estaba ingresando en
ese momento al edificio.
-¡Papá, volviste! –gritó Ana, loca de alegría.
-¡Papá!– gritó Julia a su vez y volviéndose sorprendida hacia su
hermana - ¿Ana?
-¡Demasiado tarde! ¡Mamá! –gritó al mismo tiempo Daniel, al ver la masa
gigante. Tratando de hacerse paso para subir la escalera empujó sin querer a
Marcelo, que quedó justo debajo del incipiente derrame.
-¡Papá, cuidado! –gritaron al únisono Julia y Ana.
Pero Marcelo no pudo esquivar el chorrete de masa, que le cayó encima de
lleno, bañándolo de pies a cabeza. Julia lloraba y reía al mismo tiempo. No
sabía qué la ponía más contenta: que Anita hubiera recuperado el habla o que su
padre estuviera de vuelta en casa. O simplemente lo gracioso de la escena: su
papá convertido en un muñeco de engrudo y todo el mundo gritando al mismo
tiempo. Se dieron los tres un fuerte abrazo, sin preocuparse por el pegote, que
estaba empezando a endurecerse.
-¡Bingo! ¡Mamá encontró el ingrediente que faltaba para que la masa se
cocine sola! ¡Ídola!
Mientras tanto, Aída todavía medio dormida, sin sus lentes, abría la
puerta de su apartamento y les gritaba furiosa: