Francesca se detuvo en el lobby del edificio
a revisar su buzón: “Otra de esas postales misteriosas”. Era
la quinta que le llegaba, la primera dieciséis días atrás. Iban dirigidas a
Gabriela y provenían de distintas ciudades del este europeo: Berlín, Frankfurt,
Praga, Viena y Budapest. En todas ellas como remitente figuraba el nombre “Juan”
a secas, y los datos de un hotel de esa ciudad. El resto de las palabras de la
postal correspondían a lo que parecía ser una misma frase, escrita en el idioma
nativo de cada ciudad. Las fechas estampadas por sello estaban bastante
borroneadas y no lograban distinguirse con exactitud. De todos modos por la
frecuencia con que llegaban, Francesca calculaba que Juan pasaba dos o tres
días en cada ciudad. Por lo cual no se molestó en responder las postales para
aclararle que Gabriela no vivía más allí, que le había dejado el apartamento a
ella, su sobrina, pues seguramente para cuando la respuesta llegara a destino
Juan ya habría cambiado nuevamente de ciudad.
Por otra parte, un poco por falta de
oportunidad, pero otro mucho por una curiosidad incontenible, todavía no había
llamado a la tía Gabriela para avisarle de las postales. Gabriela se había
jubilado hace unos años, muy joven aún, ya que su labor como técnico en
radiografía estaba catalogada como insalubre. No tenía pareja ni hijos, y después
de jubilarse se iba cada vez más seguido a pasar unos días a su casa en el
balneario, hasta que se convenció que no tenía obligaciones que la ataran a la
capital, y se quedó a vivir allá. Fue entonces que le ofreció a Francesca si
quería irse a vivir a su apartamento, ahora vacío. A lo cual ella accedió
encantada, porque zafar del quilombo de su casa paterna le venía bárbaro para
concentrarse a estudiar a full y
terminar la carrera.
Le llamaba poderosamente la atención
este personaje de las postales. La tía, que ella supiera, nunca había tenido
novio. Mucho menos este novio tan interesante que viajaba, sabía varios idiomas
-o sabía usar Google Translate, bah-, pero a la vez bastante chapado a la
antigua como para seguir utilizando ese método de comunicación tan arcaico como
la postal, en la era de los celulares, Internet y el correo eléctronico. “Bueno, Gabriela es igual, apenas si usa el
teléfono fijo: no tiene celular ni computadora, por elección -o terquedad-
propia, nunca quiso saber de nada con las nuevas tecnologías. O sea, que
probablemente no sea casualidad que Juan haya elegido esta forma de contacto”.
Francesca aún no había podido dedicar tiempo a traducir
la frase de las postales, corriendo del trabajo a la facultad y estudiando el
resto del tiempo para los exámenes de fin de semestre. “Hasta para eso complica la correspondencia física. Si este tipo en vez
de postales mandara e-mails, en un minuto ya podría haber averiguado qué decían”.
El domingo era el cumpleaños de su padre y
planeaban festejarlo con un asado al mediodía. La tía seguramente iba a venir
ya que se trataba de su hermano favorito. Dudaba si contarle sobre lo de las
postales o seguir adelante un poco más para averiguar más detalles, la
curiosidad la carcomía. En los dos días que quedaban hasta la fecha se le
ocurrió una idea de cómo hablar sobre el tema pero sin revelarle demasiado, y de
ese modo tantear la reacción de ella.
Cuando Francesca llegó al cumpleaños, Gabriela ya
estaba allí y después de saludar a todos se sentó a su lado en la mesa. La
encontró, como siempre, muy alegre y animada. Después de la clásica charla de
reencuentro, Francesca dirigió la conversación hacia el tema que le interesaba:
-Sabés que tengo ganas de hacer un viaje por
Europa el año que viene, después que me reciba. Un amigo que ahora está
viajando, me mandó fotos de Berlín, Frankfurt, Praga, Viena y Budapest. ¡No
tenía idea de que existían ciudades tan hermosas! – planteó Francesca.
-Ay sí, ¡me vas a decir a mí! Hace unos
treinta años me fui de vacaciones a Europa del Este y visité todas esas
ciudades – puso cara de hacer memoria, y enumeró – Desde aquí de Montevideo
viajamos hasta Berlín, con escala en Madrid, y después de ahí hacia las demás ciudades.
Ahora que decís, qué casualidad, las visité en el mismo orden en que las
nombraste: pasábamos dos o tres días en cada una y luego seguíamos hacia la
otra. Todo muy espontáneo, lo íbamos decidiendo sobre la marcha, no teníamos
nada pre contratado.
-¿Fuimos?
¿Teníamos? ¿Con quién hiciste ese
viaje? – preguntó la sobrina con picardía.
Gabriela con el rostro un poco
ensombrecido le respondió:
-Nunca le conté a nadie, todos pensaron
que había ido sola. Fui con Juan, un amigo – sonrió con picardía.- Un día se me
apareció con los pasajes, hacía apenas cuatro meses que salíamos juntos. Él era
así, impulsivo, alegre, divertido. Yo accedí encantada, y como todavía nadie
sabía que estábamos saliendo, a ustedes les dije que me mandaban del trabajo a
un congreso, y en el trabajo dije que me iba a visitar a un pariente. Pero no
terminó bien el viaje… Después de Budapest volvimos a Madrid, donde íbamos a
pasar otro par de días antes de terminar las vacaciones en una isla
mediterránea. Esa mañana Juan bajó a desayunar al comedor del hotel, y yo me
quedé un rato más en la habitación pensando alcanzarlo más tarde, ya que no me
sentía del todo bien. Fue entonces que llaman de recepción: “Le paso una llamada para el señor Juan, de
parte de su hijo, dice que estaban hablando y se le cortó la comunicación”.
Y ahí se me vino el mundo a los pies. Ese dato me disparó como un flashback de
película de suspenso, varios momentos en que lo había pescado hablando por
teléfono y cuando me veía llegar se apuraba a cortar. Cuando le preguntaba
siempre me decía que era por asuntos de trabajo, y cambiaba de tema con
facilidad haciéndome mimos. “Debí
imaginarme que tenía esposa e hijos, y que me trajo acá sólo para poder estar
tranquilamente juntos, de escapados, que asco”, pensé, y sin valor para
enfrentarlo, agarré las maletas y me fui al aeropuerto a tomarme el primer
avión que saliera para Montevideo. Le dejé una carta: “Me enteré de todo. No tengo fuerzas para encarar tu situación. Fue todo
muy lindo pero se terminó, por favor no me busques”. Fue así que nunca más
lo vi. Después supe por un conocido que se quedó a vivir allá en Europa, que no
volvió más a Montevideo.
La historia dejó a Francesca sin
palabras. No se había imaginado que era algo tan grosso. De nuevo vaciló si hablarle sobre las postales o no, pero decidió
reservarse el secreto un poco más. Por lo que le había contado recién Gabriela
de cómo habían quedado las cosas, era muy probable que no quisiera escuchar
hablar del tal Juan así nomás.
Siguieron entonces en el cumpleaños hablando
de otras cosas y cuando terminó, la tía se despidió de ella diciéndole:
-Me había olvidado de lo lindo que había
pasado en aquel viaje. Gracias por recordármelo, y si precisás plata para irte
vos allá de paseo, contá conmigo. Es una experiencia única – y se dieron un
fuerte abrazo.
Cuando Francesca llegó a su casa le estaba
esperando una nueva carta en el buzón.
***
Al entrar al edificio Jimbo saltó y la
recibió a lengüetazos. Atrás venía Nico, su dueño, que vivía en planta baja y
lo sacaba a pasear todos los días. Francesca adoraba a aquel perro labrador torpe,
cariñoso y juguetón. Y para qué negarlo, Nico también le parecía muy lindo y
simpático. “Demasiado como para que se
fije en una chica simple como yo”. Se saludaron y ella siguió rumbo al
ascensor, con la distracción del encuentro no tuvo en cuenta revisar el buzón.
Ya en el apartamento se preparó una sopa
instantánea Maruchán para cenar. Colocó las postales sobre la mesa y se dedicó
a observarlas mientras tomaba la sopa. Cinco postales, tres idiomas, ¿una misma
frase? Sin poder contener la curiosidad un minuto más encendió la computadora
y transcribió en la ventana del traductor las frases, comenzando por la escrita
en alemán, idioma que le pareció un poco menos críptico. Luego repitió el
procedimiento para la húngara. En ambos casos, luego de acomodar el español de
Tarzán de la Selva que devolvió el programa, comprobó el resultado: “Nunca es tarde para volver a empezar.” Después de chequear los mails apagó la
máquina, se lavó los dientes y se acostó a dormir con una sonrisa en los labios,
muy emocionada.
Al otro día, lunes, estuvo todo el día sin salir de casa. En el trabajo había
pedido el día libre por estudio ya que el martes tenía un examen “…de Economía Política, un embole”. El
edificio en forma de U tenía diez pisos, tres apartamentos por piso, y un patio
interno formado por las paredes de la U y un muro al fondo. El que ella
habitaba era el 501, de dos dormitorios. El dormitorio de Gabriela permanecía
igual que cuando ella vivía allí, ya que todavía lo usaba cuando venía de vez
en cuando por la ciudad. En el ropero había dejado algo de ropa y zapatos que
usaba en esas visitas. También había dejado algunas cajas, libros y otros
objetos de poco uso que le dio pereza mudar. Francesca por su parte se quedó
con el otro dormitorio, que era igual de acogedor aunque un poco más pequeño.
Pero el problema de su dormitorio era que la ventana daba a los
apartamentos de enfrente y no había forma de cerrar las cortinas sin impedir el
paso de la luz. Esa tarde al viejo del 402 se le había dado pasearse en
calzoncillos por todo el apartamento. Pobre viejo, le daba pena, tenía como
ochenta y pico de años y estaba bastante chiflado. De joven había sido cantante
de ópera y dos por tres se ponía a cantar alguna. Andaba siempre con un
cigarrillo apagado en la boca, que a medida que se ablandaba con la saliva le iba
colgando de los labios hasta quedar flácido como un piolín; ahí entonces lo sustituía
por uno nuevo. Un día el portero le contó a Francesca que el médico le había
prohibido fumar porque tenía cáncer de pulmón, y desde entonces el viejo hacía aquella
pantomima tratando de calmar su ansiedad.
Para no distraerse con el espectáculo viejo-calzoncillo-cigarro-piolín, Francesca
se fue a estudiar al cuarto de Gaby. No había terminado de sentarse en la cama
a leer el material cuando de nuevo se distrajo, esta vez con una caja que
estaba encima del ropero. La caja estaba forrada con una imagen que le resultó
familiar: ¡era idéntica a la de la postal de Praga! Corrió a agarrarla, tal era su ansiedad que no
pudo permitirse ir a buscar una silla para llegar cómodamente, así que dio un
salto para pescarla por una de sus esquinas. Naturalmente con el brusco tirón
la caja terminó cayéndole encima de la cabeza, y todo su contenido fue a parar
estrepitosamente al suelo. Eran varias fotos y postales sueltas y también una
libretita azul. Francesca se puso a juntar aquel desparramo, deteniéndose a
observar las fotos. En casi todas las fotos aparecía -con un lindo edificio,
monumento o paisaje de fondo- una Gabriela muy joven, usando un ancho sombrero
de señora y lentes de sol. “Nunca me
había fijado realmente cuánto nos parecemos físicamente, la abuela nos lo dice
todo el tiempo". En varias de las demás fotos aparecía también
un hombre, muy atractivo y de más o menos la misma edad. ¡Ese debía ser Juan!
Francesca lo confirmó al hojear luego la libreta: "Viaje a Europa. Septiembre de mil novecientos ochenta y tres".
Era una bitácora donde Gaby contaba anécdotas de aquel viaje y confirmaba que
el personaje de las fotos era realmente Juan. ¡Pero no, basta! No podía
entretenerse más, ¡tenía que estudiar para el examen de mañana! Así que guardó tan
rápido como pudo aquellos objetos de nuevo en la caja, y se hundió en el denso tomo
de Macroeconomía, uno de los temas principales del examen.
A la mañana siguiente cuando iba saliendo de casa una factura que asomaba
en la ranura de su buzón le obligó a abrirlo, encontrando a su vez con alegría,
la nueva carta de Juan. La colocó dentro de la mochila para verla cuando
finalizara la prueba.
Cuando Francesca salió de la facultad el día estaba hermoso, le había ido
bastante bien en el examen y por unos días estaba libre. El cálido sol
primaveral la tentó a sentarse a almorzar en el pasto frente a la rambla. Cuando
abrió la mochila para sacar el sandwiche vio el sobre y lo abrió. Era una
carta, estaba escrita en español y venía desde Buenos Aires: "Querida Gabriela: espero te hayan gustado
las postales que te envié. Me gustaría ponerme en contacto contigo, que
charlemos un poco, sin resentimientos pero también sin pretensiones. Te paso mi
correo electrónico para que podamos escribirnos: juanrodriguez@hotmail.com".
Cuando Francesca llegó a casa sin pensarlo dos veces creó una cuenta de correo
con el nombre de Gabriela: gabfern54@gmail.com, y le escribió a Juan haciéndose
pasar por ella. Pero no había terminado de apretar el botón “enviar” cuando se
dio cuenta de lo mal que había actuado, se sintió la peor de todas. Una cosa era
haber leído las postales, que venían sin sobre ni nada, y otra muy distinta
abrir una carta a nombre de otra persona y aún peor hacerse pasar por ella en
un mail. Eso era hasta ilegal, había llegado muy lejos. Pero por otra parte
sabía que si ahora le contaba sobre Juan a la tía, iba a quedar todo en la nada
y le daba mucha pena desaprovechar esta oportunidad de que los dos se
reencontraran. Así que decidió seguir adelante hasta detectar el momento oportuno
para ayudarlos a concretar ese reencuentro.
Francesca y Juan Intercambiaron varios mails. Hablaban de cualquier cosa pero
no tocaban nunca el tema del supuesto pasado en común. Se divertían mucho con
aquellas conversaciones, contándose anécdotas, bromas, comentando alguna
película o libro. Francesca pronto se olvidó de que aquella persona había sido
pareja de su tía, de la diferencia de edad (que asombrosamente no se notaba), y
de que no se conocían personalmente. Todos los días esperaba ansiosa el momento
de recibir sus mensajes, y aunque le costaba asumirlo, se estaba empezando a
enamorar de él. Hasta que un día recibió el texto tan temido como inevitable:
"La semana que viene voy a estar por
Montevideo, tenemos que arreglar para vernos". “Bueno -pensó Francesca- es una buena oportunidad para cortar con este
juego y contarle toda la verdad. Tengo que hacer a un lado mi propia confusión,
convencerlo que vaya a ver a la tía y le pida perdón, porque es una lástima que
hayan terminado peleados. ¡Son los dos tan buena gente!”
Acordaron encontrarse el martes en el café "Azuquita" de la Peatonal
Sarandí, en la mesa 3 que Francesca previamente había reservado. Antes de salir
volvió a mirar la foto de la caja de arriba del ropero. La cita era a las seis
de la tarde, ella llegó unos minutos antes y para matar la ansiedad se puso a
hacer barquitos con las servilletas. Cuando alguien preguntó con tono extrañado
“¿Gabriela?” levantó la vista y el corazón le dio un vuelco: ¡Juan! Lo abrazó y
tardó unos segundos en caer en la cuenta de que era exactamente Juan-el-de-la-foto. Es decir, un hombre que aparentaba alrededor
de treinta años, en lugar de los cincuenta y pico o sesenta que debería tener Juan
ahora...
- Creo que tenemos muchas cosas para explicarnos, ¿no? - dijo Juan - ¿Empezás
vos o empiezo yo?
- Yo no soy Gabriela… Soy Francesca, la sobrina… Todo el tiempo estuviste
hablando conmigo - confesó bajando la vista avergonzada.
- Bueno... Yo sí soy Juan Rodríguez, pero el Juan que conoció Gabriela era
mi padre, no yo. Hace cuatro años que vivo en Buenos Aires. Volví a Italia a
ver a mi padre el invierno pasado, cuando lo operaron del corazón. Fue una
operación delicada, pero salió bastante bien. En los días posteriores que pasamos
juntos, mientras él terminaba de recuperarse, logramos conectarnos como nunca
antes: hablamos de la vida, del amor, de las mujeres, de la muerte… Cuando le
pregunté por qué nunca se había vuelto a casar después de divorciarse de mamá,
me contó que sí había estado muy enamorado de alguien. Me habló entonces de
Gabriela, del viaje que hicieron juntos a Europa y de su abrupto final. Me
mostró una carta que le había escrito años después para intentar un
acercamiento, la tenía guardada en el cajón del escritorio porque nunca se
atrevió a enviarla. Estuvo tan a punto de hacerlo, que la carta estaba adentro
de un sobre con su nombre y dirección. La forma en que se le quebraba la voz de
emoción cuando hablaba de Gabriela dejaba entrever que aún la quería muchísimo.
Entonces cuando estaba por volverme a Buenos Aires, siguiendo un impulso tomé
la carta del cajón y me la traje – la saca del morral y la coloca encima de la
mesa –. Pasados unos días recibí mail de un amigo que estaba haciendo un viaje
por Europa y casualmente iba a visitar las mismas ciudades que Gabriela y papá.
Entonces se me ocurrió la idea de las postales, le pasé la dirección de
Gabriela a mi amigo y le pedí que las enviara con esa frase. A mi amigo le
pareció divertido “¡Qué forma rebuscada
para levantarte una mina!”, yo me reí y no le di explicaciones. El resto ya
lo conocés...
- ¡Increíble! Así que estábamos los dos más o menos en la misma… Bueno, me
podés dar la carta a mí para que se la lleve. Esta vez no la voy a abrir por
ella – rieron.
Se quedaron charlando los dos en el café por varias horas, sintiendo que
se conocían de toda la vida. Tenían muchas cosas en común. Pagaron la cuenta a
medias y Francesca lo acompañó caminando hasta el puerto, donde Juan Pedro se
tomaría el Buquebus de regreso.
-Me voy raro, confundido –le dijo Juan Pedro. – ¿Sabés? Hay algo de lo
que no te hablé… En realidad y aunque las cosas no marchan muy bien
últimamente, tengo pareja. Cuando me vine (bah, me fui), a vivir a Buenos Aires
fue para estar con él. Yo había tenido novias mujeres pero con ninguna sentí lo que sentía
por Pablo. Me costó muchos años “salir del placard”… Prejuicios… Miedo al
rechazo… Yo que sé. Pero finalmente mi familia lo tomó re bien, y realmente
para mí fue un alivio – continuó. – Pero ahora estoy confundido de nuevo, creo
que siento cosas por vos. Creí que era heterosexual, luego creí que era gay, y
ahora ya no sé que creer. Y vos debés estar queriendo salir corriendo
despavorida al escucharme contarte todo esto.
Francesca lo abrazó fuertemente sin decir nada y él acompañó. Con la
cabeza apoyada en su hombro continuaron el abrazo y los rostros comenzaron a deslizarse
lentamente sobre las mejillas hasta darse un beso.
-Yo creo que es así: cuando nos enamoramos de alguien no tiene que
importarnos su edad, ni su raza o religión, ¿porqué habría de importarnos el
sexo al que pertenece? Yo nunca tuve una relación homosexual, pero no lo
descarto, porque cuando yo me enamoro, me enamoro de la persona, no del envase que la contiene. – manifestó Francesca.
–Pero también es cierto que vos tenés que aclarar tu confusión actual. Cortar
con cualquier relación es difícil, y más si hay años de historia, convivencia y
todo eso.
-Además, si termino con Pablo mi vida en Buenos Aires ya no tiene
sentido. Trabajamos juntos en una empresa de Diseño Gráfico que él fundó antes
que yo lo conociera – confesó Juan.
Por los altoparlantes llamaron a los pasajeros a abordar el barco y se
despidieron con otro beso.
-Y no te olvides de contarme cómo te fue con la carta… – gritó Juan Pedro,
antes de desaparecer tras la puerta de embarque.
***
Cuando Francesca llegó a casa llamó a Gabriela:
-¿Tenés planes para este fin de semana? ¿Qué te parece si voy para allá a
verte, aprovechando los días lindos y que ya no tengo que estudiar?
-¡Buenísimo! Te espero.
Tenía que contarle todo aquel embrollo a Gaby y no sabía por donde
empezar. Así que siguiendo la ansiedad y arrojo que la caracterizaban, la noche
que llegó apenas se sentaron a la mesa a
cenar, le zampó la carta de un sopetón:
-Leela y después te explico, por favor no me mates.
Gabriela miró extrañada a su sobrina mientras rompía el sobre y sacaba la
carta, escrita con birome en un papel amarillento:
"Querida Gabriela: creí que
nunca te iba a perdonar por haberme abandonado al saber que tenía un hijo. Él
tenía seis años y vivía con su madre, mi ex esposa Juliana, en Verona. Como
hasta ese momento no te había contado nada sobre ellos dos, decidí que lo mejor
era que viajaras conmigo a Europa y conocieras a Juan Pedro allá. Mientras
estuvimos juntos allí hablé varias veces con él por teléfono, estaba muy
preocupado porque su madre se encontraba muy enferma. El día que te fuiste me
avisaron que había muerto. Yo tenía claro que cuando eso sucediera él se
vendría a vivir conmigo, lo que no tenía tan claro era cómo ibas a reaccionar
vos. Mal… Pero nunca pensé que tanto, me desilusionaste muchísimo con aquella
carta. Quise salir corriendo atrás tuyo solamente para decirte cuanto te odiaba
por abandonarme así. Pero no podía dejar solo a mi hijo en aquella situación.
Años después pude perdonarte,
poniéndome en tu lugar. Después de todo hacía tan sólo unos meses que nos
conocíamos y vos eras demasiado joven como para hacerte cargo de un niño que ni
siquiera era tuyo. Mi idea era quedarme unos días con Juan Pedro en Verona, y
luego traérmelo para Montevideo a vivir conmigo. Pero nos fuimos quedando, al
principio para no hacerlo sufrir, ya que perder su madre era demasiado como
para además tener que cambiar de país, de idioma, de escuela, de amigos, todo
junto. Además allá él también tenía a sus abuelos maternos, en cambio yo (como
vos sabés), en Montevideo no tenía a nadie, ni familia, ni amigos demasiado
cercanos. Sólo te tenía a vos, que acababas de abandonarme.
Verona era un lugar hermoso, con
mis ex suegros me llevaba bien y me ofrecieron quedarme con la Posada de
Juliana hasta que Juan Pedro fuera mayor de edad. Entonces no lo pensé dos
veces y me quede a vivir allá.
Aún hoy, años después, sigo
pensando en vos y por eso te escribí esta carta, que no se si algún día me
atreveré a enviarte".
El papel se llenó de gruesas gotas desdibujando la tinta. Las dos mujeres
se miraron y apretaron fuertemente sus manos. Gabriela con la voz entrecortada
le dijo:
-¡Chiquita!... No me gusta mirar atrás y cuestionar mis decisiones, lo
hecho, hecho está…. Pero quiero dejarte esta enseñanza de vida que he aprendido,
aunque lamentablemente ya de grande: Hay que pelear por todo lo que uno realmente
quiere en esta vida. No dejar que el orgullo o la timidez te cohíban. Podés
lograr todo lo que quieras, siempre y cuando te lo propongas con firmeza y no
bajes los brazos nunca.
***
Francesca volvió el domingo al anochecer y se cruzó nuevamente con Nico y
Jimbo en el lobby.
-¡Hola! ¿Sabés que justo me estaba acordando de vos? Tengo la película
Pulp Fiction para ver, un clásico, y como sé que a vos te encantan las de
Tarantino quería invitarte hoy a casa a verla. Podemos pedirnos unas pizzas y cerveza...
-Me encantaría pero hoy justo no puedo, ya tengo planes – contestó
Francesca, sin disimular que la invitación la tomó por sorpresa y que se sentía
muy halagada.
Los planes que tenía habían surgido en ese momento. La sugerencia de Nico
le hizo tomar coraje, al sentirse atractiva. Tomó el teléfono y discó el
número de celular que Juan Pablo le había pasado cuando se vieron. Iba a seguir
el consejo de Gabriela y pelear por lo que ella más quería en este momento de
su vida.
"Prague City of hundres spiers" by Yuriy Shevchuk
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