Un día al salir del edificio lo vi por primera vez, aunque no quiere decir que fuera la primera vez que él estuviera ahí, porque yo soy bastante distraída. Ese día también me fijé en la gente que pasaba por al lado suyo y miraba para el otro costado, algunos con el ceño fruncido mostrando congoja, otros nada más repulsión.
El hombre se había ubicado allí en la puerta del local de al lado de la entrada de mi edificio, en pleno 18 de julio, cerca de la Plaza del Entrevero. Tenía unos cincuenta o sesenta años, pelo canoso y barba, se parecía a Lula da Silva. Había juntado unas cajas y frazadas y con ellas armado su precario refugio. El local estaba cerrado hacía ya un tiempo, era una zapatería que se había fundido con la crisis. Poco después al viejo se le sumó un perro, era un cuzco color dorado y blanco muy simpático, de tamaño y edad medianos. El hombre se sentaba en el piso y el perro se sentaba al lado suyo, él lo acariciaba y sonreía. Me sorprendió el buen estado de sus dientes, teniendo en cuenta que vivía en la calle. Tenía una latita donde la gente de vez en cuando le dejaba monedas.
Cuando vino mi padre (que vivía en el interior) a casa de visita por unos días, cierta vez bajamos juntos a hacer mandados y vi que lo saludaba. El hombre devolvió el saludo contento.
_¿Lo conocés? – le pregunté a mi padre sorprendida ni bien nos alejamos un poco.
_Ayer bajé a fumar un pucho y me quedé conversando con él. Pobre viejo, me contó que es ingeniero mecánico, se vino de San Pablo contratado por una empresa pero lo jodieron, nunca le pagaron un mango. La empresa desapareció, él se gastó toda la plata que traía y ahora no tiene para volver. Me dijo que está juntando la plata para el pasaje y que en cuanto la tenga se va a ir.
Mi padre cada vez que bajaba conversaba con él. El viejo en su portuñol (que lo hacía parecerse aún más a Lula), le contó que extrañaba a su hija y nieto que vivían allá en Brasil. Nos pareció raro que no les pidiera que le manden ayuda. Varias veces dudamos de si serían ciertas las cosas que contaba, o si estaría loco nomás. En casa además de ayudarlo con alguna moneda, guardábamos las sobras de comida – principalmente los huesos – y se los llevábamos para el perro. El portero y algún otro vecino, al ver nuestra actitud se animaron a arrimarse y empezar a saludarlo, a llevarle huesitos para el perro y ropa o mantas viejas para que se abrigue. Mi padre una vez le quiso dejar una botella de vino, pero no aceptó.
_No tomo alcohol - dijo muy serio.
Un día no lo vimos al viejo. Al siguiente día tampoco estaba en su lugar y temimos lo peor. Había empezado el invierno y eran los días más fríos del año. Pero pronto volvió: bañado, afeitado y más rellenito. Nos contó que lo habían llevado a un refugio de "Invierno Solidario". Sin embargo a pesar de su mejor aspecto parecía muy triste.
_Es que no dejaron entrar al perro. Y cuando salí ya no estaba.
Tratamos de convencerlo de que era un perro inteligente y seguramente volvería, pero todos sabíamos que era difícil.
Pasados unos meses, mi padre había vuelto a mi casa de visita y cuando le abrí la puerta me contó:
_Me crucé con el viejo allá abajo, se despidió. Dice que ya juntó la plata para el pasaje y se va mañana.
Efectivamente, a la mañana siguiente vimos que se había ido.
Y nos convencimos de que su historia era cierta nomás.
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