Yo estaba sentada en una poltrona tejiendo, con los ovillos apoyados en el regazo, sobre mi vestido rosado de raso y miriñaque. Me dolía mucho la espalda y tenía las manos casi agarrotadas por el movimiento mecánico y repetitivo de las agujas.
De pronto uno de los ovillos resbaló y cayó al piso. Misha, el gato, lo atrapó de un salto y se lo llevó rodando por el damero de mármol del piso. Tomándome de sorpresa, las agujas se deslizaron de mis manos jaladas por el movimiento del ovillo y cayeron con estrépito.
Me levanté de la silla como impulsada por un resorte y corrí en su persecución. Misha bajó corriendo las escaleras y yo detrás, esquivando los trazos de lana cuyas agujas de las puntas rebotaban en los escalones irguiéndose como peligrosos floretes de esgrima. Pude atrapar una al vuelo, pero la lana se zafó y me quedé con la aguja en la mano, como pasmada.
La escalera parecía interminable, el gato seguía bajando los escalones saltando de uno a otro en zigzag, sin dejar de abarajar el ovillo entre sus patas, como haciendo malabares. Por fin llegó al rellano y me quedó esperando allí. Me miraba de frente con su rostro travieso mientras se lamía una pata. Recuperé el ovillo y me senté en el piso junto al gato, muerta de risa, acariciándolo.
El dolor de mi espalda y mis manos había desaparecido.
De pronto uno de los ovillos resbaló y cayó al piso. Misha, el gato, lo atrapó de un salto y se lo llevó rodando por el damero de mármol del piso. Tomándome de sorpresa, las agujas se deslizaron de mis manos jaladas por el movimiento del ovillo y cayeron con estrépito.
Me levanté de la silla como impulsada por un resorte y corrí en su persecución. Misha bajó corriendo las escaleras y yo detrás, esquivando los trazos de lana cuyas agujas de las puntas rebotaban en los escalones irguiéndose como peligrosos floretes de esgrima. Pude atrapar una al vuelo, pero la lana se zafó y me quedé con la aguja en la mano, como pasmada.
La escalera parecía interminable, el gato seguía bajando los escalones saltando de uno a otro en zigzag, sin dejar de abarajar el ovillo entre sus patas, como haciendo malabares. Por fin llegó al rellano y me quedó esperando allí. Me miraba de frente con su rostro travieso mientras se lamía una pata. Recuperé el ovillo y me senté en el piso junto al gato, muerta de risa, acariciándolo.
El dolor de mi espalda y mis manos había desaparecido.
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