Una tarde, estando de vacaciones en el pueblo de mis abuelos, salimos a pasear en moto con mi mamá. Acabábamos de cruzar la avenida principal, cuando desde el asiento de atrás le lancé la pregunta matadora:
_Mamá: ¡quiero un hermanito!
Ella clavó los frenos del susto, pero la frenada le sirvió para cambiar de tema: "Pensé que ese gato de la esquina se me iba a tirar adelante". Con eso ganó algunos minutos para decidir la respuesta a mi pedido.
_Un hermanito da trabajo, ¿estás segura? Llora de noche, hay que lavarle los pañales, darle la mema…
_Bueno – dije, cambiando fácilmente de idea - ¡Entonces quiero una tortuga!
Ella por respuesta solamente se rió. Deduje que el trato le había parecido bueno porque un par de semanas después, ya de regreso en Montevideo, apareció con un recipiente de vidrio donde nadaban dos pequeñas tortugas de agua. La más grande era de un color verde tirando a sepia, en cambio el color de la más chica era mucho más oscuro y brillante. Las bautizamos Catalina y Penélope, en ese orden.
Yo estaba entusiasmadísima con mis nuevas mascotas. Las sacaba de la pecera y las ponía sobre mi mano para que me rascaran la palma con sus uñas. También probaba colocarlas una junto a la otra sobre el piso para que jugaran carreras entre ellas, cosa a la que nunca accedieron, sólo atinaban a deambular sin rumbo fijo.
Los meses pasaron y llegó el invierno. Las tortugas habían dejado de comer y esto lo atribuímos a un estado de hibernación propio de la época del año. Pero sin embargo no parecían dormir, ya que todavía se movían, aunque más lentamente que de costumbre. Percibimos que la caparazón de Catalina se iba quedando cada vez más blanda, hasta que un día murió. Con una emotiva ceremonia en el baño nos despedimos de ella tirando la cisterna del wáter. Para cuando Penélope empezó con los mismos síntomas, ya estábamos resignados y anticipamos que a los pocos días repetiríamos el ritual.
No quisimos reincidir con las tortugas. Yo varias veces pedí otras mascotas pero mi madre no quería saber de nada con perros o gatos porque decía que era un crimen tenerlos encerrados dentro de un apartamento. También probé suerte pidiendo peces, pero ella contestaba que ni loca, que nada le daba más asco que el olor del agua de las peceras.
Unos cuantos veranos después, en un paseo en moto por el pueblo muy parecido al de aquella vez, le tocó a mi madre dejar caer la bomba:
_Vas a tener un hermanito, ¡como vos querías!
La verdad que fue una noticia muy inesperada. Yo ya tenía catorce años y pensaba que ya no iba a tener más hermanos, no podía creerlo. Además, mi madre tenía como treinta y cinco años, para mí ya era una vieja. Pero después del shock inicial, me entusiasmé y empezamos con todos los preparativos con mucha alegría. Cuando nació como yo era grande ayudaba a cuidarlo, a darle de comer, bañarlo y cambiarlo. También jugaba con él y le leía cuentos. Era muy pícaro pero dentro de todo se portaba bastante bien.
Mi amiga Laura era como otra hermana mayor para mi hermanito. Fue la primera en conocerlo cuando nació, porque cuando mi mamá llamó a casa para avisar que se había ido a internar, yo la llamé para avisarle y ella llegó antes que yo al sanatorio. Éramos compañeras de liceo y pasábamos todo el día juntas, siempre inventando diabluras. Una tarde que habíamos quedado de niñeras nos pusimos a ver la película "IT". Mi amiga ya la había visto y me aseguró que aunque era de terror no había imágenes de sangre o violencia, y que como había un payaso podía pasar por una película para niños. Pero no hubo forma de engañarlo, porque a la segunda o tercera vez que apareció el payaso, él ya estaba asustadísimo y gritaba:
_¡Patato malo!
_Nooo, es bueno… ¡Mirá como va a buscar al niño para jugar! ¡Es un payaso bueno!
_No, ¡patato malo! – lloraba.
Entonces cortamos la película para terminarla de ver en otro momento, pero a él lo poco que vio le alcanzó para tenerle miedo a los payasos por varios años.
Otro día que de nuevo nos tocó cuidarlo, ya era un poco más grande y estaba insoportable. Nos hacía bromas, nos lanzaba o quitaba cosas, muerto de risa, corriendo por toda la casa.
_¡Si no te quedás tranquilo te vamos a atar! – le dijo mi amiga.
_¡Atame! – dijo él, copado.
Entonces trajimos una silla, lo atamos y nos sacamos una foto apuntándole con un cuchillo como forajidos con su prisionero. El seguía muerto de risa pero por lo menos se quedó quieto un rato.
Cuando mi madre reveló las fotos quedó horrorizada, nos quería matar.
_¿Cómo le vas a hacer esto a tu hermano? ¡Es una herejía!
Luego de explicarle y ver en la foto la sonrisa de oreja a oreja del niño y las nuestras se tranquilizó, estaba claro que había sido solo un juego, y muy divertido para todos.
Pero pronto la diferencia de edad se hizo notar más y cada vez jugábamos menos juntos. Yo ya iba a la facultad y me pasaba estudiando el resto del día, él iba a la guardería y después lo cuidaba una niñera. Sospeché que entonces se aburriría solo, y que debe haber llegado a hacer el mismo pedido que yo de chica, porque un día Luis (el nuevo novio de mi mamá), se apareció con una tortuga. Le llamamos Déborah, porque devoraba las moscas, lombrices y caracoles que le dábamos de comer, además del preparado especial que le comprábamos en la Veterinaria.
Después de lo que había pasado con las anteriores no teníamos grandes expectativas de que viviera demasiado. Pero contra todo pronóstico, pasaron dos inviernos y estaba bárbara. Mi madre la seguía sobreprotegiendo, a tal punto que un día mi hermano quiso llevarla a la escuela para estudiarla en clase, y ella no quiso porque "Se va a agarrar alguna peste con todos esos niños toqueteándola". Como él ya le había prometido a la maestra llevarla y a mi madre le daba vergüenza confesar que no quería dejarla ir, fue a comprar una tortuga nueva especialmente para tal fin. "Después igual nos la quedamos, así le hace compañía a Déborah".
Su corazonada no fue errada: en efecto la tortuga conejillo de indias murió dos semanas después de aquella visita a la escuela.
Unos años más adelante, la familia estaba revolucionada porque habíamos vendido el apartamento y nos mudábamos. Yo me iba a vivir sola a un apartamento más cerca de la facultad, y mi madre se mudaba a la casa de Luis con mi hermano y la tortuga, para comenzar una nueva etapa. Habíamos armado flor de revuelo entre el camión de mudanza de ellos, la camioneta que llevaría las cosas mías, las decenas de cajas y muebles, los vecinos que se acercaban ya sea para ayudar o sólo para curiosear, y los niños y perros correteando alrededor de toda la escena. Cuando ellos llegaron a la nueva casa, después de descargar todo y sentarse a descansar, se dieron cuenta de que faltaba Déborah.
Me llamaron por teléfono para ver si por error la habían cargado en la camioneta con mis cosas.
_No, para acá no vino...
Llamaron también a una vecina para pedirle que fuera a mirar si la encontraba cerca de la entrada del edificio o en la escalera. Pero al rato llamó diciendo que no la había podido encontrar por ningún lado.
Al otro día mi madre y Luis volvieron al barrio para seguir buscándola. Dentro del apartamento tampoco estaba. La única opción era que alguien la hubiera encontrado en la calle y se la hubiera quedado, con tortugario y todo.
Todos estábamos muy angustiados. Mi madre no vaciló y comenzó a escribir carteles: "Tortuga extraviada el día 5 de abril, en la Calle 1 cerca de la Escuela. Llamar al teléfono 385888. Se gratificará". Mientras pegaba los carteles la gente que los leía no podía evitar la risa. Una tortuga tan veloz como para escaparse y perderse, parecía increíble.
Pero su tenacidad dio frutos y pronto apareció el rescatista: una señora y su hijo que vivían en el edificio de enfrente, nos contaron que jugando a la pelota el niño se había topado con el tortugario en el jardín de nuestro edificio, y se la llevó para su casa. Fuimos contentos a buscarla, pagando el rescate prometido. Mi madre siempre bromea que fue la tortuga más cara de la historia, porque la pagaron tres veces: la primera cuando la compraron, la segunda cuando le consiguieron una doble de riesgo y la tercera con aquel rescate.
Ya pasaron casi quince años y la tortuga sigue con nosotros. Luis le cambió dos veces el recipiente por otro más grande, hasta que al final le terminó construyó un pequeño estanque de cemento en el jardín. Mide unos treinta centímetros de largo. Cuando le hablan (especialmente Luis que es a quien reconoce como su amo), levanta la cabeza y mira con atención. Cuando la acarician, en vez de esconderse dentro del caparazón como otras tortugas, se estira y parece disfrutarlo. El perro, que llegó después y siempre le tuvo celos, se pone como loco cuando nos ve con ella.
Algunas veces, con sentimiento de culpa, nos preguntamos si al estar tan grande no viviría mejor en libertad. Pero la veterinaria nos dijo que si la liberábamos correríamos el riesgo de que al estar tan domesticada, no sobreviviera por sus propios medios.
Desde entonces ya nos pusimos a planificar agrandarle el estanque dentro de unos años. Al mismo tiempo estamos armando la lista de herederos: por ahora los favorecidos son en primer lugar mi hermano y luego mi hija mayor. Es probable que en esa lista terminemos agregando a nuestros nietos, porque como las tortugas viven más de cien años, por suerte va a estar en nuestra familia por muchas generaciones.
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