Llegamos temprano al cumpleaños
y nos quedamos en el patio. Pasada más o menos una hora llegó la tía abuela, y
para esa altura ya el vino nos había puesto alegrones. La tía llevaba un vestido negro a lunares
blancos, último grito de la moda, y unos tacos de más de cinco centímetros de
alto. Los zapatitos no eran muy afines a aquel asado en el campo, mucho menos
en conjunción con los noventa y dos años de la vieja.
-Tía, ¡qué producción! ¿Cómo hacés para
caminar con esos tacos? Yo que tengo sesenta años menos camino dos pasos y me
caigo… –le dije.
Esther es “La Tía” para todos los que la conocen.
Toda su vida soltera, comesantos, casi monja, nunca le conocimos un novio
aunque aparentemente lo tuvo, muy de
joven. Dice la leyenda familiar que a ese, el único hombre de su vida, le
ocurrió una desgracia y ella nunca se repuso. A pesar de todo, siempre fue de
arreglarse y vestirse muy bien. Y cuando toma algunas copitas de más, de decir
picardías sin falsos pudores. Como en el cumpleaños del año pasado, cuando se
sentó al lado mío en el brazo del sillón y le ofrecí:
- Vení y cambiate para acá para
el almohadón, porque ahí debés estar re incómoda Tía.
-A veces es lindo sentir algo
duro entre las piernas, che –contestó desfachatada.
Ella terminó de saludar y se fue
para adentro con el resto de la gente. Los “jóvenes” nos quedamos charlando: mi
hermana Patricia, papá y María. También Luisina, la menor de las primas, con
sus catorce años desbordando frescura e inocencia, típicamente adolescente.
-Que bien que está la Tía. Van
quedando pocos hermanos, ¿no? Solamente ella, la Chola y la Beba, de once que
eran en total –afirma María, tratando de ponerse al día con los datos de su ex
familia. Hace veinte años que se separó de Papá.
Enumeramos los nombres de los
finados pero nos faltaba uno.
-¡Ah, aquel que vivía en
Montevideo! ¿Cómo se llamaba? – recordé a medias.
- Arturo –contesta Papá.
- Claro, ¡Arturo!
-¡Sorete duro! –carcajadas-.
Pobre Arturo, quedó duro nomás, la hemiplejia lo dejó postrado los últimos años
de su vida. Ana Luisa siempre cinchando con él que tenía un carácter de mierda…
Ella le llevaba diez años más pero todavía está viva, una fortaleza de mujer.
-¿Y la hija? ¿Qué es de la vida
de Susana? ¿Se divorció al final? – curioseó María.
-¿Divorciarse?- saltamos la
tercera generación, a coro-. Que yo sepa ella tiene y tuvo siempre el mismo
marido, Rafael. ¿O fue antes que ese?
-No, fue ese sí. ¡Un
pichón! No se llegaron a divorciar, pero
él estaba como loco, un día se me apareció con un revólver gritando desesperado:
“ Daniel: no puedo más con esta
situación, ¡yo me mato, me mato!”.
-Al final deben haber podido…
–otra vez María, y nosotros aún sin entender ni jota quedamos mirándola con
cara de interrogación-. ¡Lo que pasa es que no podían! Se casaron y pasaban las
semanas y no había caso, no podían hacer el amor, por más que lo intentaban. Parece
que a ella no le entraba. Toda la familia se enteró, no saben lo bizarro de la
situación.
-¡Entonces se casaron vírgenes! Susana
es joven, no te puedo creer que hace unos pocos años la gente todavía se casaba
virgen –se asombra Patricia -. Mamá… ¿vos te casaste virgen con papá?
-Sí –contesta rápidamente sin
pensar -. Pará… No, ¡si estaba embarazada de vos, boluda! –carcajadas de nuevo.
-Bueno, poder, seguro que
pudieron. Ahora tienen dos hijos, la mayor tiene mi edad –aclaró Luisina.
-¿Y vos Luisina? ¿Vos ya
pudiste? ¡Porque las gurisas de ahora no pierden el tiempo!
Se hizo el silencio. Luisina se ruborizó,
y en el momento que abría lentamente la boca, tratando de ganar tiempo para
contestar…
-¡Está pronto el asado! –sonó un
grito desde adentro, cual campana salvadora.
Cuento que escribí para el Taller, consigna: "Asado, tema de conversación: El divorcio de Fulano/a, Carne: salchicha parrillera"
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