Manuel se
encontraba en una de las librerías más grandes de Buenos Aires, con estantes
que albergaban cientos de miles de libros. Caminaba absorto, arrastrando los
pies, entre las filas interminables que se erguían como enormes fichas de dominó
de madera y papel. Esta imagen me
recuerda al cerebro humano: millones de datos agrupados en un recinto,
perfectamente ordenados pero con un equilibrio tan frágil… Cualquiera puede
empujar apenas con un poco de esfuerzo, la primera biblioteca de la fila y
comenzarían a caer, como reacción en cadena, una por una todas las demás. La
información que tanto tarda en recopilarse puede desaparecer o hacerse
inaccesible en tan sólo un instante. De la misma forma que se pierde el
contenido de la memoria RAM de la computadora al apagarla bruscamente, se extravían
los recuerdos de un anciano cuando aparece la demencia senil.
Mientras
pensaba en eso continuó caminando y observando distraídamente las repisas. Ninguno
de los títulos con que se cruzó su mirada llamó su atención. Siguió la hilera
de estantes hasta el fondo de la sala, donde se topó con una mesa de ofertas. La
mesa estaba llena de esos libros amarillentos
que ningún lector quiso comprar y que al igual que su inconsciente reprimido,
habían sido desterrados a un oscuro y recóndito rincón. No. Lo de estos libros es mucho peor, son libros
nunca leídos. Nacieron y están a punto de morir sin haber hecho mella en el
Universo. Lo que yo viví en cambio, ha tenido al menos un efecto, por más
insignificante, inútil o despreciable que sea. O por lo menos eso supongo,
porque en realidad ya no sé quién soy, ni quien fui. Ni siquiera qué edad
tengo. Pero al mirarme las manos, llenas de manchas y arrugas deduzco que ya estoy
viejo. Y en mi muñeca hay una pulsera de plata con letras en relieve, que dice
que mi nombre es Manuel.
Entre los desvencijados
volúmenes llamó su atención una carátula muy colorida. Tenía dibujada una
mariposa fucsia de alas vaporosas, sobre un fondo espejado negro y violeta. Las
alas de la mariposa brillaban con delicados destellos salpicados de purpurina. En
la tapa en cambio no aparecía el título ni ninguna otra inscripción. Permaneció
mirando el libro fijamente, como hipnotizado. La mariposa comenzó a batir sus
alas, al principio en forma muy lenta y luego cada vez más rápido. Manuel
observaba entre asustado y fascinado, como con cada aleteo el insecto aumentaba
su tamaño hasta hacerse gigante. De pronto, como una hambrienta planta
carnívora lo atrajo hacia sí, haciéndole desaparecer bajo sus alas.
La mariposa lo había traído
hasta el interior del libro. El forzoso aterrizaje lo dejó un poco atontado. Se pellizcó para ver si estaba soñando, pero pronto
recordó que hacía unos pocos días había
probado ese método para tratar de despertarse en una entrevista aburrida con el
doctor. Ahí comprobó que los pellizcos no funcionaban lo más mínimo para mantenerse
despierto, y mucho menos servirían para despertar cuando uno dormía tan
profundamente como para permitirse soñar.
Revolvió
entonces sus bolsillos buscando un caramelo de mentol -eso sí le había
funcionado para despertarse en otras entrevistas aburridas- pero solo encontró
un envoltorio vacío. Resignado, comenzó a caminar ahora por los pasillos que se
formaban entre las letras de la primera página. Letras que señalaban el título
del libro, pero que no se detuvo a leer.
Pasó por el borde de las letras con
cuidado, pero ya sobre el final sin darse cuenta fue a parar con los dos pies juntos
en el medio del punto de la última “i”, que se abrió como una trampa dejándolo
caer a una velocidad vertiginosa hacia las oscuras profundidades del texto. La caída
le pareció interminable, pero de golpe se hizo nuevamente la luz y con extrema
delicadeza sus pies se apoyaron en el suelo.
Había avanzado hasta la página
nueve, donde comenzaba a contarse el
relato. Las páginas anteriores
seguramente correspondían a prólogo, agradecimientos y demás información fútil,
pensó Manuel. Ya no se cuestionaba la racionalidad de los hechos, estaba
atrapado en esa sensación de chatura, pereza e inercia, física y emocional, que
lo gobernaba desde hacía ya muchos años. Pero abriéndose paso con dificultad a
través de ese pesado manto de arcilla que lo recubría, surgió de lo profundo de
su ser una pizca de curiosidad, como una boya en el medio del océano. Y así fue
que se dispuso a leer la novela.
La historia comenzaba con el
nacimiento de un niño, contaba la historia de su niñez, adolescencia, pubertad,
adultez y madurez. El relato lo fue atrapando. A medida que avanzaba se
sorprendía y conmovía con los eventos que ocurrían, pero al mismo tiempo tenía
la sensación de que esos eventos le eran muy familiares, sentía una especie de
dèja vu. Cuando terminó tenía los ojos llenos de lágrimas. Lágrimas de tristeza
pero también de alegría, de emoción, de amor. En la siguiente página el epílogo rezaba:
Terminé de escribir esta autobiografía en mis
pocos momentos de lucidez, con la ayuda de mi hermano, para compartirla con mis
lectores pero también para que, cuando la enfermedad se haya apoderado
totalmente de mi razón, pueda leerla y saber quién fui y quién todavía soy.
Manuel Fernández, Escritor
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