jueves, julio 12, 2012

Equilibrio


Manuel se encontraba en una de las librerías más grandes de Buenos Aires, con estantes que albergaban cientos de miles de libros. Caminaba absorto, arrastrando los pies, entre las filas interminables que se erguían como enormes fichas de dominó de madera y papel. Esta imagen me recuerda al cerebro humano: millones de datos agrupados en un recinto, perfectamente ordenados pero con un equilibrio tan frágil… Cualquiera puede empujar apenas con un poco de esfuerzo, la primera biblioteca de la fila y comenzarían a caer, como reacción en cadena, una por una todas las demás. La información que tanto tarda en recopilarse puede desaparecer o hacerse inaccesible en tan sólo un instante. De la misma forma que se pierde el contenido de la memoria RAM de la computadora al apagarla bruscamente, se extravían los recuerdos de un anciano cuando aparece la demencia senil.
Mientras pensaba en eso continuó caminando y observando distraídamente las repisas. Ninguno de los títulos con que se cruzó su mirada llamó su atención. Siguió la hilera de estantes hasta el fondo de la sala, donde se topó con una mesa de ofertas. La mesa estaba llena de esos  libros amarillentos que ningún lector quiso comprar y que al igual que su inconsciente reprimido, habían sido desterrados a un oscuro y recóndito rincón. No.  Lo de estos libros es mucho peor, son libros nunca leídos. Nacieron y están a punto de morir sin haber hecho mella en el Universo. Lo que yo viví en cambio, ha tenido al menos un efecto, por más insignificante, inútil o despreciable que sea. O por lo menos eso supongo, porque en realidad ya no sé quién soy, ni quien fui. Ni siquiera qué edad tengo. Pero al mirarme las manos, llenas de manchas y arrugas deduzco que ya estoy viejo. Y en mi muñeca hay una pulsera de plata con letras en relieve, que dice que mi nombre es Manuel.
Entre los desvencijados volúmenes llamó su atención una carátula muy colorida. Tenía dibujada una mariposa fucsia de alas vaporosas, sobre un fondo espejado negro y violeta. Las alas de la mariposa brillaban con delicados destellos salpicados de purpurina. En la tapa en cambio no aparecía el título ni ninguna otra inscripción. Permaneció mirando el libro fijamente, como hipnotizado. La mariposa comenzó a batir sus alas, al principio en forma muy lenta y luego cada vez más rápido. Manuel observaba entre asustado y fascinado, como con cada aleteo el insecto aumentaba su tamaño hasta hacerse gigante. De pronto, como una hambrienta planta carnívora lo atrajo hacia sí, haciéndole desaparecer bajo sus alas.

La mariposa lo había traído hasta el interior del libro. El forzoso aterrizaje lo dejó un poco atontado.  Se pellizcó para ver si estaba soñando, pero pronto recordó que hacía unos pocos días  había probado ese método para tratar de despertarse en una entrevista aburrida con el doctor. Ahí comprobó que los pellizcos no funcionaban lo más mínimo para mantenerse despierto, y mucho menos servirían para despertar cuando uno dormía tan profundamente como para permitirse soñar.
Revolvió entonces sus bolsillos buscando un caramelo de mentol -eso sí le había funcionado para despertarse en otras entrevistas aburridas- pero solo encontró un envoltorio vacío. Resignado, comenzó a caminar ahora por los pasillos que se formaban entre las letras de la primera página. Letras que señalaban el título del libro, pero que no se detuvo a leer.
Pasó por el borde de las letras con cuidado, pero ya sobre el final sin darse cuenta fue a parar con los dos pies juntos en el medio del punto de la última “i”, que se abrió como una trampa dejándolo caer a una velocidad vertiginosa hacia las oscuras profundidades del texto. La caída le pareció interminable, pero de golpe se hizo nuevamente la luz y con extrema delicadeza sus pies se apoyaron en el suelo.  
Había avanzado hasta la página nueve,  donde comenzaba a contarse el relato. Las páginas anteriores seguramente correspondían a prólogo, agradecimientos y demás información fútil, pensó Manuel. Ya no se cuestionaba la racionalidad de los hechos, estaba atrapado en esa sensación de chatura, pereza e inercia, física y emocional, que lo gobernaba desde hacía ya muchos años. Pero abriéndose paso con dificultad a través de ese pesado manto de arcilla que lo recubría, surgió de lo profundo de su ser una pizca de curiosidad, como una boya en el medio del océano. Y así fue que se dispuso a leer la novela.

La historia comenzaba con el nacimiento de un niño, contaba la historia de su niñez, adolescencia, pubertad, adultez y madurez. El relato lo fue atrapando. A medida que avanzaba se sorprendía y conmovía con los eventos que ocurrían, pero al mismo tiempo tenía la sensación de que esos eventos le eran muy familiares, sentía una especie de dèja vu. Cuando terminó tenía los ojos llenos de lágrimas. Lágrimas de tristeza pero también de alegría, de emoción, de amor.  En la siguiente página el epílogo rezaba:
Terminé de escribir esta autobiografía en mis pocos momentos de lucidez, con la ayuda de mi hermano, para compartirla con mis lectores pero también para que, cuando la enfermedad se haya apoderado totalmente de mi razón, pueda leerla y saber quién fui y quién todavía soy.
Manuel  Fernández, Escritor

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